Ayanta Barilli: «Vivimos en una permanente insatisfacción, instalados en la queja y los cansancios”
Más allá de la entrevista
Ayanta Barilli, escritora finalista del premio Planeta en 2018, cuenta historias que atrapan, que emocionan, remueven e invitan a pensar sobre los sentimientos, las oportunidades pasadas y las experiencias vividas y no disfrutadas.
Hija del conocido Fernando Sánchez Dragó, de él se queda con la enseñanza de que «nada importa nada». Se toma la vida relajada. «Que todo llegue cuando tenga que llegar», dice con una tranquilidad que tranquiliza.
También retiene consigo aquello tan dragoniano de que «no existen las casualidades, sino las causalidades». Aforismo propio, genialidad genial de quien hizo de la provocación su lema como forma de germinar rebeldías que despierten a una sociedad casi ahogada por las crecientes mareas del populismo. Ya casi tsunamis. Nos están pillando dormidos, como Daniel a Libia.
Dragó decía de sus aguijones que eran ideas espontáneas, sin preparaciones ni ensayos; por eso, odiaba recibir el calificativo de provocador como si fuese uno más de esos que meditan horas hasta dar con la compleja clave de cómo soliviantar. Quizá tenía razón. Era el Dragó enfundado en unas camisetas que te mandaban callar o que te avisaban de que no seguía el guión.
Y aplicando ese axioma de su padre de que el devenir es fruto de lo que nosotros o nuestro alrededor ha causado, ella (que sentía como empezaba a sufrir la angustia de ver que se nos van nuestros mayores) comenzó hace cuatro años a dar vida a Si no amaneciera, su primera novela de ficción, aunque también tiene mucho de autobiográfica.
Pulsión a pulsión, palabra a palabra, creció la historia de un padre nonagenario y una hija que cuentan una vida. Lo hacen en veinticuatro horas. Capítulos alternos para poner voz a su compleja relación. Manuel y Anita. Anita y Manuel. O Dragó y Barilli. Barilli y Dragó.
«Me estaba despidiendo de mi padre, es el elemento más autobiográfico de esta novela», reconoce.
Dice que es muy interesante escribir lo que no se cuenta, aquello que la gente vive dentro de sus casas, de esos búnkeres llamados cuerpos; aquello que se esconde detrás de las sonrisas ensayadas. Apariencias aparentes. Mundo éste de proyecciones en el que cada cual enseña lo que le conviene y esconde lo que puede como puede (si es que puede).
Y entre trampantojos vivimos y decidimos.
A Ayanta le gusta jugar con los tiempos. Lo hace. Va y viene, se posa, y retrocede y adelanta, y vuelve y avanza, y se queda y se va, como lo hace nuestro pensamiento porque, como dice ella, «el recuerdo está continuamente obrando en nosotros; estamos anclados en el pasado y proyectados hacia el futuro».
Y así le va a Manuel. Ese nonagenario lamenta el tiempo pasado, lo no disfrutado, las compañías postergadas y los besos que no dio. ¡Y así nos va a todos!, navegando con la levedad de nuestro ser (más o menos insoportable, más o menos Kundera; pero levedad), obviando lo importante, aletargados en lo intrascendente, gastando minutos, horas y días donde ni siquiera nos entretiene. Vidas consumidas desdeñando aquel sabio latinajo, pieza léxica, locución locuaz que lo resume todo: Tempus fugit.
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