Vivir como noruegos trabajando menos que los sudaneses
Entre colaborador pederasta y colaborador pederasta, a Yolanda Díaz le queda tiempo para cargarse España. La semana que hoy periclita ha sido agridulce para la comunista vicepresidenta: el lunes la Comisión Delegada de Asuntos Económicos, el filtro previo al Consejo de Ministros, dio el visto bueno a su semana laboral de 37,5 horas, una auténtica victoria para ella, pero apenas 24 horas después la Policía detuvo por violar a una menor a Xabier Ron, su histórica mano derecha en el Parlamento gallego. Nada nuevo bajo el sol para la vicepresidenta segunda toda vez que su otro lugarteniente de siempre, Ramiro Santalices, fue arrestado hace nueve años por posesión de pornografía infantil en medio de sonadas acusaciones de «encubrimiento» a la líder de Sumar.
Yolanda Díaz ha acabado torciendo el pulso a un Carlos Cuerpo que ha quedado como Cagancho en Almagro. Con buen criterio, rogó a Pedro Sánchez que no redujera la semana laboral de 40 a 37,5 horas sin haberlo «pactado» previamente con la patronal, sin echar mano de ese consenso entre empresarios y sindicatos que ha sido la clave de bóveda de estos casi 50 años de prosperidad y paz social. El sucesor de Nadia Calviño sabe de lo que habla: así como la número 3 del Gobierno de España no pasa de ser una picapleitos con ínfulas, Cuerpo es técnico comercial del Estado (teco), una de las oposiciones más duras aunque, visto lo visto con jueces y fiscales, más pronto que tarde un profesor de Educación Física o un graduado en Bellas Artes acabará siendo teco por la patilla. En la España del robatesis Sánchez lo del mérito y la capacidad empieza a representar una fascistoide antigualla.
Carlos Cuerpo se pasó por Moncloa para intentar frenar la enésima barrabasada del caudillo pero no le dejaron terminar. «Ya te he oído», le espetó el presidente con su habitual chulería, tal y como nos relataba esta semana José de la Morena. Ciertamente, le debió de oír pero escucharle no le escuchó una pizca siquiera porque no sólo largó con malas maneras del despacho al titular de Economía sino que, además, no le compró una sola de sus tesis.
La caída libre que vive Francia se inició en 2002 cuando a Jospin no se le ocurrió mejor idea que establecer por ley la semana laboral de 35 horas
Sánchez, al que le da igual ocho que ochenta con tal de continuar volando en Falcon, ha echado mano de unas encuestas que dictaminan que el 65% de los españoles quiere trabajar menos. Claro que por esa regla de tres habría que suprimir los impuestos, la propiedad privada o las medidas de seguridad en los bancos. Si radiografiamos demoscópicamente a nuestros compatriotas tengo meridianamente claro que a la absolutísima mayoría le gustaría no tener que apoquinar el IVA, el IRPF o el IBI, irse a vivir al casoplón de los Iglesias-Montero en Galapagar —se conformaría con la casita de invitados— y poder irrumpir en la sucursal más cercana y trincar un fajo de billetes para llevar una vida más feliz. Pero las cosas son como son, no como nos gustaría que fueran.
Feijóo sucumbió al populismo a la vuelta del verano, pensando que así, sorpassando por la izquierda a los socialcomunistas, y no con su proverbial sentido común, acabará gobernando España. Lo hizo tras conocer los resultados del mejor instituto de sondeos de nuestro país, el normalmente infalible Barómetro de Opinión Pública de la Junta de Andalucía, que coincidía cuasimilimétricamente con los datos que maneja Sánchez vía CIS. El presidente del PP levantó polvareda en cantidades industriales en la entrevista que concedió a Ana Terradillos en Telecinco allá por septiembre: habló de la posibilidad de trabajar cuatro días a la semana con jornadas de «9 ó 9,5 horas». Lo cual es aún más ambicioso que la propuesta de Yolanda Díaz toda vez que el escenario menos estajanovista supondría currar hora y media semanal menos que lo que va a aprobar el Gobierno. En cualquier caso, no sé yo si a la gente le mola esto de pasarse en el tajo nueve horas diarias aunque sea para tener que fichar tan sólo cuatro días a la semana.
El ‘yolandazo’ nos volverá a hacer perder competitividad, ya que nos situaremos a años luz de los países más currelas del Viejo Continente
Unos y otros olvidan que la caída libre que vive Francia, nación rica donde las haya, se inició en 2002 cuando al desastroso primer ministro Lionel Jospin no se le ocurrió mejor idea que establecer por ley la semana laboral de 35 horas. Desde entonces el país de la Revolución Francesa, Napoleón, Chanel, Hermès, el foie, la Torre Eiffel, Versalles, De Gaulle, Verne, Mbappé y también Robespierre vive una imparable decadencia económica que dibuja un lamentable presente y un inempeorable futuro al que ponen la perniciosa guinda esa inmigración ilegal y esa islamización que amenazan con llevarse por delante no sólo la convivencia sino también la laicidad y un sinfín de derechos conquistados hace 235 años.
A más, a más, hay que anticipar el preocupante hecho de que el yolandazo nos volverá a hacer perder competitividad, ya que nos situaremos a años luz de los más currelas del Viejo Continente: alemanes, holandeses, daneses e irlandeses que tienen por ley una semana laboral de 48 horas. Y también nos descolgaremos de la clase media de los 27, en la cual las 40 es moneda de uso corriente. Seremos el segundo país que menos labora de la UE después de Francia, seguidos de la igualmente decrépita Bélgica, dos modelos no precisamente a imitar, dos naciones que, tiempo al tiempo, acabarán convertidas en estados fallidos.
Y continuaremos descendiendo en PIB per cápita, ranking en el que en estos momentos nos ganan por la mano 14 de los 27 miembros de la Unión Europea; estamos situados un peldaño por encima de los miembros del pelotón de cola, las antiguas naciones del Pacto de Varsovia. La misma tierra de nadie habitamos en el siempre estratégico parámetro de la productividad, que lo dice todo o casi todo de un país porque mide algo tan relevante como es la eficiencia de la fuerza laboral.
España ha sabido trazar el difícil equilibrio entre vida y trabajo en este casi medio siglo de democracia conjugando derechos y obligaciones
Alguien pensará que vamos a vivir como franceses y belgas aparcando el elemental hecho de que, por muy decadentes que sean ambas naciones, continúan siendo infinitamente más ricos que nosotros. Y queremos las mismas condiciones que daneses o noruegos olvidando que son estados setenta veces siete más productivos que España. Noruega, sin ir más lejos, se puede permitir el lujo de trabajar menos (1.380 horas anuales por nuestras 1.680) por dos razones. La primera es que son bastante más productivos que nosotros, vamos, que les cunde más el laburo, que dirían los argentinos. La segunda es tanto más decisiva: no son ricos porque son lo siguiente. Albergar en tu territorio los mayores yacimientos petrolíferos marinos del mundo, ser el tercer exportador mundial y acumular gas para dar y tomar facilita notablemente las cosas. Para muestra, un botón: el Reino de Noruega posee el mayor fondo de pensiones del planeta, que acumula unos activos de 1,4 billones de euros, poco menos del PIB de España en un año. El año antepasado ganó 200.000 millonazos. Las cuentas salen rápidamente cuando se calcula lo que le corresponde a cada uno de los 5 millones de noruegos: 300.000 euros. Pues eso, que así, ¡cualquiera!
Resulta sencillamente de locos querer competir con los asiáticos, que viven para trabajar, y con los Estados Unidos del Donald Trump de los aranceles y las tecnológicas, currando menos y peor que nunca. Tampoco hace falta cogerse vacaciones una semana al año como en los dragones asiáticos, eso es explotación laboral, o las dos de media de los Estados Unidos, es simplemente no tocar las cosas que funcionan. Y España ha sabido trazar el difícil equilibrio entre vida y trabajo en este casi medio siglo de democracia conjugando magistralmente derechos y obligaciones. Lo que está claro es que vivir como noruegos trabajando menos que un tanzano o un sudanés es un milagro que no obraría ni Judas Tadeo, el santo de las causas imposibles. Esperemos que el presidente del Gobierno de España de facto, Carles Puigdemont, pare los pies a su subordinado, Pedro Sánchez. Lo contrario no auguraría nada bueno.
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