El Rey Arturo
Arturo Fernández, a quien yo me dirigía como el Rey Arturo, título
que aceptaba con su colosal buen humor, pues muchos le habrán
oído repetir: “Nada me gusta más que un halago, estoy abierto las 24
horas del día a cuantos queráis reconocer mis méritos”. Hay que
tener clase a raudales, valor de sobra y ser desenvuelto para sostener
algo semejante. Así era nuestro Rey Arturo, el actor más aplaudido
del teatro español. Un ser tan exquisito como elegante que, de haber
nacido en el extranjero, no habría desentonado junto a otros galanes
mundialmente célebres a los que el arte de la comedia transformó en
intérpretes deliciosos.
El Rey Arturo, bis, vino al mundo en Gijón y se obstinó en no salir
de España, hechos que le impedirían compartir escenario o rodaje,
con Jean Gabin, Yves Montand, Sir Laurence Olivier, David Niven,
Cary Grant o los Vittorio, De Sica y Gassman. El amor a su tierra,
obligó al astur a no coronarse como soberano. Su inquebrantable
pasión, en defensa del monarca Felipe VI, la unidad patria y del Real
Madrid, atrajo a la prensa roja, que le cubrió de insultos. Al negarse
a actuar en Cádiz, ante una tribu de incultos comunistas, le cayeron
las del pulpo. Aún así, el astur, imitando al primigenio Rey Arturo,
el bretón, los mandó a hacer gárgaras.
Quien conociese a don Arturo paseando con sus perros sabrá lo dócil
que siempre fue con los animales y sus tres hijos, María Dolores,
María Isabel y Arturo, junior, más una fabulosa e inteligente mujer,
Carmen Quesada, que estuvo a su lado, éxito tras éxito, durante las
últimas cuatro décadas de su intensa vida. Sin olvidar a esos miles
de millones de entusiastas que le siguieron en todas sus actuaciones
y le adoraron como el rey de la escena que fue.
Ya ido, Arturo Fernández, no diviso, entre nuestros mejores actores,
nadie tan apuesto, cautivador y genial como el Rey Arturo. Da pena,
entristece mucho, que desaparezca el talento.
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