Opinión

¿Quién mató a Juan Fernández?

Seguramente el nombre no le diga nada a nadie de los que leen esta columna. Aunque es probable que si explicamos el caso de una persona que a la salida de un concierto de la cantante colombiana Karol G en el Bernabéu fue golpeada y murió por una caída fatal sobre la acera, alguno caerá en la cuenta. En esta sociedad de la vorágine, donde las noticias envuelven los tristes ojos ya no del pescado, sino del consumo informativo de la nada, casi no hay espacio para la reflexión. Y la desgracia del bueno de Juan Fernández, por contra, tiene suficientes elementos para que pongamos ante un espejo dónde vamos como sociedad.

Al parecer todo arrancó por una videollamada en la que este querido empleado de Bankinter por quienes le hemos tratado quería recoger el ambiente del sarao. Una madre y dos hijas presas de un furor desmedido montaron un alboroto por sentirse vulneradas en su imagen e intimidad. Según se relata, las aclaraciones del más que prudente Juan Fernández no fueron suficientes para que cesara la escandalera. A continuación apareció un lamentable caballero andante, que en lugar de llevar lanza en ristre, se manejó como un vulgar matón de discoteca para propinar el golpe que derribara los más de 100 kilos y 1,80 de altura de la víctima.

Verdugos y víctimas, ofensas y derechos, sensibilidades a flor de piel y justicia por su mano. Dramático panorama el que estamos construyendo donde hay tolerancia cero al roce con el conciudadano. Nadie va a legitimar una agresión de cualquier naturaleza al espacio íntimo de cualquier persona, !vive el cielo ! Ni por supuesto grabaciones insólitas y con fines torcidos. Pero recoger un ambiente en una calle atestada no presenta indicio alguno de agravio a los derechos individuales; como algunos tenemos la fortuna, y ahora también la pena, de haber conocido a ese entrañable y solícito vigués, parece surrealista e inconcebible que pudiera haber transgredido cualquier línea de falta de respeto hacia un semejante.

Hoy todos tenemos la piel muy fina, y las leyes, su interpretación y el propio sentir social, caminan hacia que no pueda, salvo consentimiento expreso y casi notarial, dirigirse una persona hacia otra, en especial si hay diferencias de género. Quién sabe si una mirada no acabará siendo delito. Y en esa deriva tan radical, donde se confunden delitos con alguna incomodidad, siempre aparece el guerrero del antifaz para constituirse en lamentable portavoz de los derechos de los débiles, en lugar de acudir al ingente colectivo de policías que ofician en estos espectáculos. No sabemos quién tiene la razón, pero sí que estamos en tiempos desorientados y erráticos. No sabemos qué dirán los sumarios, ni lo que resolverán los tribunales, que son la única verdad en este laberinto, pero como ciudadanos deberíamos hacer un ejercicio de serena pero profunda reflexión sobre quién mató de verdad a Juan Fernández.