¡Qué solos se quedan los muertos!
No hace mucha falta recordar entera esta dolorosa rima de Gustavo Adolfo Bécquer. Nos la hacían recitar de memoria a los escolares de antaño quizá para que nosotros, niños, nos fuéramos acostumbrando a la perentoriedad de nuestras vidas. Ya de mayores hemos ido olvidándonos de esta pieza lírica del poeta sevillano que, según cuentan algunas crónicas marisabidillas, la escribió no en Sevilla y sí en un lugar navarro, el balneario de Fitero donde aún se conserva una habitación con su nombre.
Quizá llegó a este regazo tras sufrir alguna pérdida cercana porque la rima recoge, como ese cronista no ha creído ver mejor en ninguna otra obra, el escozor material que recorre nuestro cuerpo cada vez que se conduele con una muerte próxima. Estos días, escuchando a diario, permanentemente, los aconteceres dramáticos de la tragedia de Valencia, todos conocemos ya, mejor incluso que los propios técnicos, los desastres materiales que han llegado del maldito barranco del Poyo.
Oímos a los dolientes vecinos, presos de indignación, cómo la riada se ha llevado su existencia por delante; contemplamos cómo oficiales de todos los cuerpos y los voluntarios de mogollón limpian calles, apartan lodo y hacen montañas de enseres que ya no sirven ni para sentar por un momento el tafanario.
Del mismo modo, constatamos cómo se las tienen tiesas las diferentes administraciones; cómo una vez más el PSOE, su Gobierno y sus adláteres han dictado una clase magistral de cómo volcar sobre los demás la responsabilidad única del desastre. El capataz de esta enorme, descomunal, campaña de propaganda urdida por la izquierda ha sido Pedro Sánchez, que naturalmente ha perpetrado, sin que se le caiga la cara de vergüenza, tres mensajes que insólitamente ha comprado la mayoría del gentío.
El primero el de «yo estoy bien», dicho compungidamente, tras su fuga el día en que la muchedumbre pidió cuentas al Rey, a él mismo y a Mazón. Al final se ha demostrado que todo fue mentira: que Sánchez no sufrió, como se lamentó cobardemente, ni de lejos un atentado contra su vida similar al que en su momento padeció otro presidente, José María Aznar, con la bomba de ETA.
El segundo mensaje es otra frase suya dirigida a horadar el crédito del presidente de la Generalitat: «Si quiere recursos, que me los pida»; el tercero, aun más indecente porque juega con las coses de comer, ha sido el relato de los millones de euros que ha presentado como si, en realidad, salieran de su chequera particular. Otro embuste: vienen de nuestros impuestos, de los préstamos que van a suscribir las víctimas que se han quedado al raso, y de las primas de seguros que pagamos todos a nuestras mutuas. O sea, «estoy bien, gracias»; o sea, el malo de la película es el imbécil de Mazón; y, o sea, generoso, como soy, os envío euros sin cuento para que, incluso, podáis vivir mejor en lo sucesivo de lo que hasta ahora vivíais. ¡Qué desvergüenza!
Y mientras tanto, lo habrán comprobado todos los españoles, nosotros mismos, todos en general, nos hemos olvidado mucho de los muertos, personas hasta ayer en plenas facultades que han perecido arrastradas por una riada homicida.
Cuando en nuestro país se asentó la pandemia de la covid, día a día, y aunque chirriaran las cifras, nos venían informando de a cuánta gente había asesinado el virus letal. En todas las televisiones se abría una ventana en la cual se insertaba el dato, de forma que todos conocíamos la auténtica magnitud de la aquella hecatombe viral.
Ahora no; los muertos que ha enterrado la DANA apenas tienen cabida en la información, ocupan el quinto o sexto puesto de la atención general: las quejas, inteligibles, de los supervivientes, las opiniones de los técnicos, las imágenes de los voluntarios retirando el lodo, la fotografía horrorosa de los miles de coches llamados ya al desguace; el cruce de acusaciones entre los gobiernos de Madrid y de Valencia, las ingeniosidades ásperas de ministros/as como la titular de qué se yo qué Ambiente, los pronósticos de auríspices que apuntan cada hora a la repetición de la tragedia llenan cada minuto nuestras pantallas, nuestras radios, nuestras primeras planas. Pero, ¿quién habla de los 230 fallecidos -van a ser más, seguro- que nos hemos dejado bajo el agua? Un par de misas, tampoco la Iglesia se ha dejado la sotana en el trance, y tira p’alante. Nada más.
Los muertos, claro, no piden ni subvenciones ni créditos, por eso les marginan las casas de seguros y hasta las mismas funerarias que ni siquiera saben a qué hora pueden enterrar o incinerar los cadáveres. Si algún pago tienen que realizar las autoridades responsables es el de no haber cuidado suficientemente de la vida de esta enormidad de personas fallecidas. Pero con ellas están tranquilas las empresas del ramo; los muertos no van a arrebatar los micrófonos de ningún periodista para mostrar su enorme enojo y destacar las cuentas de su desgracia.
Un forense muy conocido por este cronista solía decir que había elegido esa especialidad porque «los muertos son los únicos pacientes que no se quejan». Bien visto. Curioso es que nadie recaiga en que la principal consecuencia, el efecto más indeseable de esta riada criminal, son las dos centenas y pico de muertes que ha causado. Con lo demás -estamos seguros- podrá trabajar un país tan desarrollado, con tantos instrumentos, como España, pero los muertos ni siquiera ahora mismo encuentran urnas en las que depositar sus cenizas o tumbas en la que ser encerrados. ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!
Además, resulta que cuando son muchos, en tropel, impresionan un poco menos. Aquí lo que ya importa es que, cuanto antes, Paiporta o Torrent recuperen su visibilidad porque eso será señal de que, por una vez, (reparen ustedes en lo que ha pasado en La Palma) los compromisos del bastardo Sánchez que es protagonista principal de la catástrofe, se cumplen aunque sólo sea un poquito. Los muertos, si se logra encontrar a todos, serán depositados y nadie volverá a llorar a largo plazo por ellos. El vivo al bollo… Con certeza serán olvidados antes de que se cumplimenten las obras de reconstrucción del sufrido Levante español.
Ahora mismo -que nadie me lo niegue- importa mucho más el número de edificios devastados o los kilómetros que anegó el barranco del Poyo que este terrible contingente de hombres y mujeres que serán los únicos que no podrán seguir la reconstrucción de su pueblo. ¡Qué poco interesa esta cruel realidad! ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos! También los del Levante español.
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