Opinión

El PSOE ante el espejo de Sánchez

Un partido de tan larga trayectoria como el PSOE, cuya vida en la política española cabalga ya a lomos de tres siglos, ofrece una inmejorable perspectiva para tratar de otear su inmediato futuro. Así, las relecturas del pasado pueden servir para sondear las cicatrices geológicas que explicarían algunos de los movimientos que hoy, siquiera imperceptiblemente, empujan al partido de Ferraz a presentar su peor cara desde al menos 1974.

En un atinado artículo, como todos los suyos, Regino García-Badell recordaba esta semana precisamente la efeméride del último congreso del PSOE en el exilio, celebrado en Suresnes entre el 11 y 13 de octubre, hace ahora cincuenta años. Aquel fue un viraje histórico, en el que el partido terminó renunciando de la mano de Felipe González a sus postulados ideológicos marxistas en 1979 para ofrecerse como una alternativa socialdemócrata.

Con su apuesta por el jovencísimo González y su equipo, los líderes de los grandes partidos socialdemócratas europeos trataron de construir un partido hermano con el que afianzar el fortalecimiento político y económico de la Europa occidental frente al bloque comunista, fortalecimiento del que sus formaciones habían sido claves en sus respectivos países.

Así, ante una previsible instauración de la democracia a la muerte de Franco, su propósito era contrarrestar con una formación de izquierda la fuerza de un PCE que lideraba la oposición al régimen. La operación no pudo salir mejor y en 1982, apenas un lustro después de las primeras elecciones democráticas, se produjo el triunfo aplastante de Felipe González.

Como bien señala García-Badell, los protagonistas de aquel viraje, que dejó una huella profunda en la geología política del PSOE, constituyen hoy la oposición radical al actual líder Pedro Sánchez y a la deriva autocrática a la que está conduciendo al partido. Cuestión que no puede soslayarse.

En el próximo congreso federal del partido, que se celebrará este mismo mes de octubre, se verá previsiblemente cómo Sánchez se faja con puño de hierro contra los discordantes por tímidos que estos sean. Por eso este congreso invita a reflexionar sobre esos movimientos telúricos que apuntaba antes. Porque el sanchismo se presenta como continuidad de sí mismo en una estrategia que no es otra que cumplir la vieja aspiración del socialismo español: la de tratar de que el partido se confunda con el Estado.

De un tiempo a esta parte, este propósito se ha hecho más que evidente, con la parasitación de las instituciones, el asalto de ministerios, empresas, organismos y medios públicos por legiones de militantes y adictos; el intento de control de los jueces; la demonización de la alternativa democrática o el plan de acción para instaurar el monopolio gubernamental del bulo.

Una de las ocasiones en que más claramente afloró como ahora en el PSOE esa falla tectónica por donde se escapan los magmas totalitarios, fue en el momento de apogeo del partido durante la II República, cuando tenía tres ministros en el Gobierno.

En ese momento, octubre de 1932, el partido celebró su congreso en el salón de fiestas del madrileño Teatro Metropolitano. En él se debatió la continuidad o no de la colaboración en el poder con los republicanos, por el desgaste que esa gobernanza causaba al partido ante amplios sectores sociales insatisfechos por el ritmo y alcance de las reformas y ansiosos de cambios revolucionarios.

La alianza con fuerzas burguesas había sido un asunto recurrente en los congresos socialistas desde 1888, pero en 1932 se llegó a plantear como una auténtica encrucijada en la que el partido podía jugarse la supervivencia. Los partidarios de poner fin a esa colaboración propugnaban que «estabilizada la República, el partido socialista se consagrará a una acción netamente anticapitalista, independiente de todo compromiso con fuerzas burguesas, y encaminará todos sus esfuerzos a la conquista plena del Poder para la realización del socialismo».

Así rezaba el texto del dictamen presentado al Congreso para acabar con la presencia en el Gobierno. Indalecio Prieto, ministro de Obras Públicas a la sazón, propuso una enmienda al dictamen que finalmente logró que se aprobara por abrumadora mayoría: se aceptaría concluir la participación del PSOE en el poder cuando las circunstancias lo permitieran, sin daño para la consolidación de la República y «sin riesgo para la tendencia izquierdista señalada por el nuevo régimen en la Ley fundamental del Estado».

Como explicó Prieto en su intervención, el PSOE podría prescindir de su colaboración en la vía democrática con los partidos republicanos y seguir la ruta de su ideario revolucionario sólo si se garantizaba que en la República nunca gobernase la derecha. La apelación al espíritu revolucionario del partido permitió a Prieto, paradójicamente, salvar los muebles de su opción reformista e incluso obtener el apoyo a su enmienda de un Largo Caballero que pronto se abrazaría a la vía bolchevique, efectiva o aparentemente, según discuten los historiadores.

El congreso de 1932 incluyó la aprobación de una iniciativa a favor de la disolución de la Guardia Civil, lo que se juzgó entonces un proceder insólito en un partido de gobierno ante la creciente agitación callejera. Hoy provoca el mismo estupor que una formación en el poder, rodeada además de graves indicios de corrupción a todos los niveles, promueva la amnistía a políticos corruptos y la rebaja del delito de malversación de fondos públicos.

Esa página del pasado nos devuelve nítidamente la imagen más oportunista del PSOE hoy en escena, reflejada en el espejo de Pedro Sánchez. Un partido capaz de aparentar que sabe nadar y guardar la ropa cuando en realidad no hace ni una cosa ni la otra, salvo dedicar sus principales y prioritarios esfuerzos, además de multimillonarias sumas del dinero del contribuyente, a conservar permanentemente el poder a cualquier precio.

El único ejercicio que en su próximo congreso podría devolver al PSOE a la senda del sentido de Estado y no la del Estado sin sentido, de las balanzas morales y no las fiscales, de la lealtad a la ley y no al caudillo, es debatir un dictamen al modo del congreso de 1932 sobre la conveniencia o no de mantenerse en el Gobierno en alianza con los admiradores de Maduro, los herederos de ETA y los partidos golpistas del 1-O.

En definitiva, el dilema auténticamente ideológico y político que deberían plantearse los socialistas es si seguir o no en el poder gracias al apoyo de los que quieren amortajar la España constitucional sobre la base de acordar con Sánchez nuevos privilegios para sus territorios, a costa de seguir atropellando los derechos y saqueando los bolsillos de la inmensa mayoría de los españoles.

La gran paradoja es que, como sucedió en 1932, rechazar la permanencia en el poder a cualquier precio, renegando de sus actuales socios, sería hoy la postura auténticamente revolucionaria en el partido. Y esto es así porque el PSOE ha apostado hoy por la más burguesa de las actitudes, con Pedro Sánchez a la cabeza: aceptar ser humillado servilmente a diario por aquellos de quienes depende para tener un helicóptero o un coche oficiales que le sigan recogiendo a la puerta de la casa que también le pagamos todos, mesa y mantel incluidos.