Opinión

Un ‘pseudotribunal’ de prensa en el Congreso

  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Es sintomático del deterioro institucional el hecho de que el propio Congreso de los Diputados, el poder legislativo, para entendernos, despache la regulación de derechos fundamentales con el simple cocinado de la reforma de su propio reglamento. Como apuntaba Josu de Miguel en El Mundo, lo suyo sería recurrir a la ley orgánica, «la fuente del derecho más correcta para desarrollar derechos fundamentales».

La reforma para sancionar a periodistas acreditados en el Congreso por considerar que obstaculizan la labor parlamentaria y la de sus colegas, ya había sido contestada por los propios letrados de la Cámara baja con la advertencia de que podía ser un ataque al derecho a la libertad de información.

Los letrados señalaban que debía valorarse la legitimidad del Congreso para establecer un régimen sancionador para los profesionales de medios de comunicación acreditados, ya que solo una ley puede regular el ejercicio de los derechos y libertades respetando su contenido esencial, de acuerdo con el artículo 53 de la Constitución. Los letrados señalaban también el riesgo de inseguridad jurídica de un régimen de infracciones y sanciones excesivamente genérico.

Según el nuevo reglamento, el expediente para establecer sanciones a los posibles infractores lo pone en marcha la Mesa de la Cámara, convertida de hecho en un pseudotribunal, se supone que para estar a la misma altura en la lucha contra los que llaman «pseudoperiodistas» y «pseudomedios».

La propia Mesa dictaminará la pena contra el transgresor previo informe de un «consejo consultivo de comunicación parlamentaria» formado por diputados de los distintos grupos políticos y «colectivos profesionales» de la información en una combinación que haría las delicias de cualquier distopía de aroma orwelliano.

La reforma del reglamento del Congreso fue aprobada el pasado 22 de julio por la coalición ultrasanchista y sus socios ultranacionalistas con el voto en contra de PP y Vox, en lo que fue una despedida del curso parlamentario con sabor a nostalgia de aquellos tiempos del «no sabe con quién está usted hablando» que parece que nunca pasan.

Por muy poco no se ha incluido en la reforma aquel artículo del reglamento de las Cortes franquistas que establecía que en el salón de sesiones se habilitaría una tribuna para los periodistas acreditados, los cuales, añadía aquel reglamento, «podrán publicar reseñas de las intervenciones».

Con todo, que un órgano político como la Mesa de la Cámara se arrogue la potestad de establecer «los requisitos que resulten exigibles atendiendo a la necesidad de respetar el derecho a la información veraz» no deja de ser un incendiario asunto, tanto que si proviniera de una iniciativa de las «derechas» haría arder Carrera de San Jerónimo.

Por no hablar de la posibilidad de que el medio que representa la persona sancionada pierda para siempre el derecho a informar in situ sobre la actualidad del Congreso, pues «no podrá sustituirla por otra durante el tiempo que dure la suspensión de la credencial», suspensión que puede ser definitiva en caso de infracciones graves o muy graves.

O la aplicación retroactiva del reglamento en perjuicio del presunto transgresor, al que podría negársele la credencial por vulneraciones anteriores a la aprobación de la propia reforma. Vamos, que la norma lleva además nombre, apellidos y número del DNI.

Si asumimos el principio de que las ideas no delinquen, sino las conductas, el reglamento del Congreso establecía ya la potestad presidencial para actuar contra las segundas, aparte de existir, en caso de que pudieran ser delictivas, las correspondientes competencias judiciales.

A no ser que todo vaya destinado a poner coto a las ideas cuando no sean del agrado del poderoso, como se ha denunciado. En esto destaca la proverbial llamada de atención de Daniel Gascón en El País en su artículo Vito Quiles y el precio de la libertad.

En aquel artículo, Gascón dejó escrita lapidariamente, digo lapidariamente porque reclama cincel y mármol, esta máxima: «Si solo defiendes la libertad de expresión de quienes opinan lo mismo que tú, en realidad no defiendes la libertad de expresión: la atacas».

La cuestión de fondo a la que apunta la controvertida reforma es, como decía al principio, la degradación de las instituciones y la impunidad con que actúan sus verdaderos responsables, interesados en señalar a falsos culpables para distraer la atención de su funesta obra de demolición de la España constitucional.

No es casualidad sino causalidad que, en un mandato como el de Armengol, pródigo en marrullerías y filibusterismos, se instituya en la sede de la soberanía nacional un consejo para someter a estrecha vigilancia política el derecho a informar de determinadas personas, aduciendo su condición de «pseudos» por el hecho de ser incómodos y molestos para el poder.

Aquel pionero Caiga quien caiga nos mostró por primera vez en televisión la posibilidad de una espontánea irreverencia ante los poderosos. Ahora podría pensarse que estos mismos poderosos se quieren blindar caiga quien caiga, incluido el Estado de derecho, ante quienes no les hacen la reverencia.

No sé si los Galdós, Camba o Fernández Flórez que escribieron la edad de oro de nuestra crónica parlamentaria se alterarían al ver el espectáculo actual del Congreso. Basta leer las Acotaciones de un oyente del último, donde escribió aquello de que «algunos señores pronunciaron discursos que fueron seguidos con gran atención por los taquígrafos», para dudar de su supuesto escándalo.

Si acaso, uno se los imagina sorprendidos por esta medida, pensando en qué habría sucedido si a aquel compañero otrora bohemio, ácrata y revolucionario, que llegó a jurar su cargo como diputado a Cortes, pongamos que hablo de Azorín, le hubieran retirado en su día la acreditación de cronista parlamentario por su historial de acérrimo enemigo de la autoridad competente o incompetente.

No podría cerrar este artículo sin recordar al gran Luis Carandell, compilador de un rico anecdotario del Parlamento español, del que hoy podría despuntar por su intensa actualidad aquella reclamación de Sagasta a sus oponentes: «Ya que gobiernan mal, por lo menos gobiernen barato». Y podría añadirse: barato y, por favor, con un poco de dignidad.