El poso de tristeza que ha dejado la pandemia

El poso de tristeza que ha dejado la pandemia

El deterioro anímico que ha dejado el virus maléfico puede desarrollar diferentes respuestas de afrontamiento según la manera de gestionarlo que haya tenido cada uno. Sin embargo, desde el punto de vista del mapa de las emociones humanas, la catástrofe colectiva que hemos vivido ha dejado unas secuelas evidentes en el ánimo colectivo. Es una especie de nube cercana a las tinieblas que pesa en todos los ambientes, ahuyentando aquella alegría limpia y despreocupada que ha caracterizado a nuestras sociedades desde la recuperación de las grandes guerras.

Aparentemente, hacemos una vida muy parecida a la normal, es decir, a la anterior a la primavera del año 20; pero es más bien un deseo de reducir las discrepancias entre los estados de antes y los actuales. La respuesta social a los dramáticos acontecimientos que hemos vivido está bien asentada y delimitada en sus contornos. Hemos pasado miedo, angustia, desesperación, incertidumbre, por no hablar de las personas que han perdido a seres fundamentales en sus vidas. Esto no se borra de un plumazo y todos lo llevamos dentro de alguna manera u otra.

Por decirlo metafóricamente, se ha perdido el brillo, la purpurina superflua, la eterna sonrisa ridícula, la ilusión inconsciente. Nos han dejado claro que somos mortales, frágiles, limitados, dependientes y que todo deja de tener sentido si no podemos respirar. Una partícula minúscula ha podido con hombres de casi dos metros y ochenta kilos, ¿quién es aquí el poderoso? Planes y planes por los aires, miles de proyectos truncados, vidas tiradas por el barranco, familias rotas, hijos desolados. Se ha violado nuestra seguridad, nuestra confianza y los tiempos sociales.

Nada de hacer planes a largo plazo, la incertidumbre sigue sombreando la realidad. El garfio del confinamiento amenaza de manera constante. Recuerdo como cada día, durante meses, nos despertábamos esperando la noticia de otro fallecimiento de alguien a quien considerábamos, apreciábamos o, lo peor, necesitábamos. Yo lo sentía así, aunque he tenido la suerte de no perder a ninguno de los míos en esta guerra. Mis padres lo pasaron y siguen aquí; algunos de mis hijos, también; por suerte eran asintomáticos. A mi alrededor, nadie ha caído en combate; pero ¡ay, el miedo!

¿Qué experiencia puede quedar después de una vivencia semejante? Las almas más sensibles se encargarán de escribirlo, pintarlo, componerlo o filmarlo. Queda aún muy cercano todo, y así lo percibimos en todas partes. El verano pasado olía a salvación, pero luego llegó de nuevo la represión, nuevas olas, los sanitarios agotados, los ánimos cada vez más heridos, más pérdidas, más ausencias, menos planes, menos ilusiones, una realidad aplastante. Este verano imaginamos que el final ya está cerca, casi todos estamos vacunados, entendemos que los más jóvenes son más fuertes y menos propensos a las garras del virus; pero la sombra sigue presente, más sensitiva y poética si se quiere, como si fuera ya una persona adulta.

Levantaremos el ánimo colectivo deprimido, qué duda cabe, pero me temo que aún queda tiempo. La flexibilidad de afrontamiento será proporcional al grado de estrés que cada uno haya vivido, a su capacidad sensitiva, a sus recursos para defenderse emocionalmente; pero en este texto aludo al ánimo colectivo y da igual a dónde vayas o qué tipo de reunión sea, un halo de pesadumbre actúa como espejo deformante. Un aire siniestro y estrambótico que nos era desconocido y del que queremos distanciarnos cuanto antes. Este aire se fundirá con la historia y nosotros podremos contar que estuvimos allí de la forma más desolada y graciosa que se nos ocurra. Entonces, será pasado; yo veo que aún es presente.

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