Opinión

Pégame, hermana

Poco tiempo después del dramático ¿triunfo? de Zapatero en los días posteriores al 11-M se definía el ínclito –en su acepción de afamado– en una entrevista como «rojo y feminista». Quién nos iba a decir que estos adjetivos, por más chocantes que nos resultaran después de treinta años de democracia, eran todo un programa de gobierno con aspiraciones de cambio de régimen, un punto y aparte en la política que, con todos sus errores y aciertos, habíamos conocido hasta entonces.

El socialismo del siglo XXI llegó a nuestras vidas y fue resignificando el feminismo y con ello a la mujer, y la verdad es que nos ha dejado -al colectivo, como nos llaman ahora- igual que a nuestra pobre España, que ya no nos reconoce ni la madre que nos parió, que diría el ahora buenísimo y sensatísimo Alfonso Guerra.

El feminismo llamado radical ha puesto a la mujer en el centro del universo. Y la verdad es que es agotador. Resulta que somos seres de luz incapaces de hacer el mal, víctimas de la maldad intrínseca del hombre y del sistema heteropatriarcal –palabra comodín a la que podemos imputar la responsabilidad de todos los errores que cometemos– que nos oprime desde nuestro nacimiento. Y al menos dos generaciones creyendo que hacíamos de nuestra vida lo que nos daba la real gana, ignorantes por completo de que en realidad no éramos libres. Es lo que tiene resignificar los términos, que empiezas bien y acabas hecha unos zorros. Y zorras.

Este feminismo que hubiera espantado a Clara Campoamor, igual que lo hiciera finalmente la república, nos cuenta cosas sobre nuestras vidas que ignorábamos por completo. Y bendita ignorancia. Ahora sabemos que la mayoría de las mujeres hemos sufrido violencia obstétrica en nuestros partos; que cuando un hombre nos piropea, casi casi nos viola; que si decidimos cuidar de nuestros hijos en vez de trabajar fuera de casa, somos unas sumisas; que la regla te deja inválida durante unos días y un millón de desgracias cotidianas que hacen de nuestra existencia un infierno. En una palabra, ser mujer es un asco. Nacemos víctimas, vivimos víctimas y sólo un mundo feminista nos salvará.

Así, con sus cosas extrañas e hilarantes en muchas ocasiones –hablan como Ibarreche con sus «vascos y vascas», ahora vasques–, esta gente ha ido implantando una visión bastante lamentable y perniciosa de la vida femenina y de las –por lo general muy agradables– relaciones hombre y mujer. Hemos retrocedido más de un siglo y ahora ser mujer es ser medio idiota, además de algo complejísimo.

Irene Montero, ex ministra de la cosa, definió a la mujer como «… una posición en la sociedad que por el hecho de ser mujer te hace tener más riesgo de pobreza, más riesgo de sufrir violencias, (…) tener más dificultades para desarrollar tu proyecto de vida…». Es decir, según Montero, ser mujer es ser venezolano ahora mismo.

Sin embargo, dentro del paquete –doctrinal– había muchas más cosas que desconocíamos. Es casi imposible definir qué es una mujer ya que no se pueden nombrar los órganos biológicos femeninos sin ser acusado de fascista, pero usted, señor que me lee, puede serlo sólo con sentirlo. Esto sí que no lo vimos venir. Y ahora tenemos a todas las petardas/os/es que nos están diciendo todo el día cómo (mal)tratar a los hombres, y que defienden que un tiarrón con sus cromosomas bien puestos y lo que le cuelga –interprétese en sentido metafórico– compita con nosotras en el deporte.

Cualquiera diría que existe cierta contradicción en el discurso. Mientras Irene, Ione, Yolanda y sus aliades nos quieren convencer de que somos víctimas, de que estamos tan indefensas que es necesario dotarnos de leyes especiales, a la vez es bueno y lícito que un XY rompa a bofetadas a una señora en un combate de boxeo. Porque él/ella lo vale. Y que no se atreva nadie a cuestionarlo.
Supongo, por tanto, que todas ellas se dejarían sacudir por un maromo que se autoperciba mujer. Quizá, si lo viera, podría llegar a decir que son una banda de chifladas bastante peligrosas, pero consecuentes.

Es tan loca la ideología de género que le parece lógico y normal, incluso un triunfo, que la final de boxeo femenino de los Juegos Olímpicos más horteras y chabacanos de la historia la protagonicen dos hombres.