Opinión

Morir por el Donbas

Fiat justitia et pereat mundus, que se haga justicia aunque perezca el mundo, fue el lema personal elegido por Fernando I, hermano de Carlos V y monarca del Sacro Imperio Romano Germánico. Su Majestad Imperial podía permitirse defender esta balandronada porque en 1521 no había posibilidad alguna de aniquilar al mundo. Hoy, en cambio, sí la hay, y desde hace décadas.

Este jueves, el presidente ruso, Vladimir Putin, ha declarado en la televisión estatal que si Occidente permite a Ucrania usar armas de mayor alcance para atacar objetivos rusos, la OTAN estará «en guerra» con Rusia. «Esto cambiaría de manera significativa la naturaleza misma del conflicto… Significaría que los países de la OTAN están en guerra con Rusia», dijo.

«No se trata de si se debe permitir o no al régimen ucraniano atacar a Rusia con estas armas, sino de decidir si los países de la OTAN participan directamente en el conflicto militar», insiste Putin. «Si se toma esa decisión, significará nada menos que la participación directa de los países de la OTAN, Estados Unidos y los países europeos en la guerra en Ucrania. Esto constituiría su participación directa, y esto, por supuesto, cambiaría la esencia misma, la naturaleza misma del conflicto. Significaría que los países de la OTAN, Estados Unidos y los países europeos, están en guerra con Rusia. Y si es así, teniendo en cuenta el cambio en la naturaleza misma del conflicto, tomaremos las decisiones adecuadas en función de las amenazas que se nos planteen».

En estos días, los periodistas suelen tirar de hemeroteca para encontrar precedentes a la situación actual en la Crisis de los Misiles de 1962, cuando la decisión de Moscú de instalar misiles nucleares en la Cuba castrista a tiro de piedra de Florida puso al mundo al borde de la Destrucción Mutua Asegurada, y sólo la cabeza fría y el sentido de la responsabilidad de los líderes de ambos bandos, John F. Kennedy y Nikita Jrushov, evitaron lo peor en negociaciones de última hora.

La Guerra Fría no fue exactamente una balsa de aceite pero, comparativamente y a escala planetaria, sí fue un periodo de paz que permitió durante medio siglo avances sin precedentes en prosperidad económica en todo el planeta. En una paradoja mil veces comentada, convertir la guerra directa de los dos imperios en un juego en el que nadie podría ganar garantizaba que nunca estallaría.

Y, sin embargo, la bomba era una pesadilla recurrente en la época. Aunque se construían refugios nucleares en todos los países que podían permitírselo, se hacían películas sobre el holocausto atómico y se entrenaba a los escolares norteamericanos en maniobras un tanto ridículas sobre qué hacer en caso nuclear, lo cierto es que saber que un conflicto directo traería una inevitable apocalipsis extremaba la cautela de los dirigentes y fiaba el enfrentamiento a la diplomacia y a guerras por delegación de menor gravedad.

Lo alarmante es que hoy no parece haber esa saludable sensación de peligro, y el mundo se acerca paso a paso a un enfrentamiento inimaginable como un sonámbulo avanzando sin darse cuenta al borde del precipicio. A pesar de las repetidas declaraciones de Rusia, la segunda potencia o quizá primera potencia nuclear, la noticia de que estamos a dos dedos de que estalle una guerra que haga desaparecer del mapa nuestras ciudades no es que no cope las portadas y los espacios informativos de la televisión, es que apenas se comenta, como si la posibilidad de que el planeta salte por los aires fuera una eventualidad menor.

Y no deja de ser curioso en un momento en que se nos pide un cambio radical, verdaderamente revolucionario, en nuestro modo de vida que implica empobrecimiento voluntario y recorte de libertades por el riesgo nunca probado de que pueda aumentar un grado la temperatura media del planeta. Quizá alguien debería recordar que una lluvia de misiles Sarmat no es precisamente lo mejor para el medio ambiente.

El riesgo es absolutamente real. La oposición cerrada de la mayor parte de la comunidad internacional a la invasión rusa de Ucrania y la voluntad de apoyar a la parte atacada estaban perfectamente justificadas. Pero la Operación Militar Especial, por usar el eufemismo ruso, está ya en su tercer año y todo lo que podía salir mal ha salido mal.

Ucrania está perdiendo la guerra, aunque no se quiera admitir en voz alta. Las brutales sanciones económicas impuestas a Moscú, diseñadas para arruinar a Rusia e impedirle seguir adelante con las operaciones bélicas, no sólo no han logrado ese objetivo, sino que han hecho real la pesadilla de todos los analistas del Pentágono desde hace décadas: precipitar a Rusia en brazos de China.

Rusia, además de canalizar sus relaciones comerciales hacia el llamado sur global, está construyendo con China y un número creciente de países no occidentales una alianza económica y comercial en torno a los BRICS que puede convertirse en política e incluso bélica en el momento necesario.

El jueves, la prensa estatal china informaba del inicio de las patrullas navales conjuntas entre China y Rusia en el Pacífico. Pero fue Rusia la que respondió verbalmente a las acusaciones de Washington según las cuales China está respaldando la máquina de guerra rusa con una nueva y siniestra advertencia: Rusia y China podrían «combinar sus potencialidades» si se enfrentan a una agresión, afirmó el Ministerio de Asuntos Exteriores de Moscú.

La invasión de Ucrania se presentó como una injusticia, por más que cada día se conozcan mejor las provocaciones a las que se sometió al régimen de Moscú. Pero hiela la sangre advertir que en Occidente no se hable seriamente de paz ni se busquen puntos de encuentro y, por el contrario, se suba la apuesta.

«Morir por Danzig» era el sarcástico lema de los pacifistas que en 1939 querían evitar que se reprodujese la tragedia de 1914. Hoy nuestros líderes deberían preguntarse seriamente si provocar la destrucción total por el Donbas vale realmente la pena.