Opinión
Apuntes incorrectos

El aceite de girasol y la izquierda

La subida desatada de los precios ha convertido a los bares y restaurantes en un Cafarnaum, que solía decir el escritor catalán Josep Pla, enemigo acérrimo del socialismo. No se habla de otra cosa. La indignación y las opiniones presuntamente doctas, pero en el fondo ayunas de conocimientos económicos, también. Todas las miradas se dirigen naturalmente contra el Gobierno, lo cual me alegra sobre manera, porque cualquier pretexto para derribarlo será bueno, aunque algunas de ellas estén muy equivocadas. Por poner un ejemplo, y hacer un resumen, hay una pregunta que demuestra la inconsistencia en la que nada una gran parte de los ciudadanos y es esta: ¿Cómo se puede consentir el aumento desbocado del aceite de girasol? Esto tiene mucha miga. Refleja que a pesar de que vivimos en una economía de mercado, la adhesión intelectual a sus consecuencias es generalmente limitada.

Si algo caracteriza al sistema capitalista es la libertad de precios, que debe ser inviolable. Los precios son el mejor instrumento para la asignación eficaz de los recursos y sobre todo reflejan la escasez y las penalidades a que ésta obliga. La invasión de Ucrania ha roto la cadena de suministro no solo del aceite sino de otros productos básicos para la alimentación humana y animal, así como de componentes básicos en la fabricación de bienes industriales. Y esta escasez sobrevenida y exógena al Gobierno, aunque sea uno tan incompetente como el nuestro, eleva los precios. Pero estos no se pueden limitar por decreto so pena de provocar unas distorsiones económicas aún mayores. En un país abierto como el nuestro, la guerra ha provocado un choque en los precios de importación. La consecuencia es que todos los ciudadanos españoles somos más pobres y que cuanto antes lo asumamos modificando nuestras pautas de comportamiento, mejor.

Naturalmente que se pueden adoptar decisiones para paliar el sufrimiento de los sectores que peor lo están pasando. Por ejemplo, el del transporte a cuenta del aumento de los carburantes, que tiene en pie de guerra a los camioneros, amarrada a parte de la flota pesquera y enojados a quienes no tienen más remedio que desplazarse en automóvil. Habría que tener, sin embargo, algún cuidado a la hora de emprender un programa de ayudas, no solo porque algunos colectivos se sentirían discriminados frente a otros sino porque eso sería como no reconocer que somos más pobres, es decir, equivaldría a falsear la realidad. Lo que sí podría hacer el Gobierno de manera inmediata es descontar la inflación de los impuestos. Gracias a ella está ingresando miles de millones que no van a parar a ningún destino productivo sino a alimentar su tendencia irrefrenable a ocupaciones superfluas más los delirios recurrentes de los socios comunistas en objetivos despreciables.

Además. en las circunstancias actuales cualquier eventual programa de ayudas tendría que ir acompañado de una intensa reducción del gasto público. Ésta debería ser una obligación ineludible para anticipar el próximo recorte de las compras de deuda que ya ha anunciado el Banco Central Europeo y que va a encarecer la financiación del Estado elevando la prima de riesgo. La utilidad de un pacto de rentas para afrontar la crisis hace tiempo que quedó en entredicho por la evidencia empírica y es un error que el Ejecutivo se implique en este empeño. Hay que dejar que la economía funcione con libertad y que sean los agentes sociales en el marco de la negociación colectiva los que lleguen a los acuerdos precisos, si se puede.

Desde luego, los empresarios no están en condiciones de afrontar subidas salariales notables en un país en el que la productividad se ha desplomado y en el que gran parte de las compañías está en pérdidas. Pero incluso las que ganan dinero están obligadas a proteger al máximo sus márgenes, que ya están cayendo notoriamente como consecuencia de la inflación y del aumento correspondiente de los costes. No es verdad que las empresas estén pasándolo mejor que los trabajadores. Están sufriendo lo mismo o incluso más, todas están perdiendo renta, todos están en la misma clave. En estas circunstancias, el hundimiento es general.

A pesar de estos hechos tan obvios, las iletradas comunistas que pueblan el Consejo de ministros, y de manera destacada Yolanda Diaz, esa que aspira ni más ni menos que a presidir el país, insisten a diario en que las eléctricas, que se han convertido en el chivo expiatorio de la crisis, deberían dedicar sus beneficios a rebajar la factura de la luz de los consumidores.

Este escarceo político es tan infantil que casi no merecería comentario si no fuera tan peligroso. La mayor parte de los beneficios que obtienen estas compañías proviene del exterior. Gracias a ellos invierten recurrentemente no solo fuera sino en España, y además operan en un marco regulado con precios que fija el Ejecutivo, que podría modificar el esquema tarifario de acuerdo con la Unión Europea, no vaya a ser que se le ocurra alguna de sus habituales ideas peregrinas. Lo que pretende la señora Diaz y sus adláteres equivaldría a establecer un impuesto extra sobre los beneficios que es incompatible con una economía de mercado.

El espíritu empresarial que es el que anima al sistema capitalista consiste en aumentar lo máximo posible los márgenes en un régimen de competencia abierta. Y estos crecen cuando la coyuntura va bien y las compañías dan con un producto que satisface plenamente a los consumidores; o se reducen si el contexto se complica y los costes se disparan cómo está ocurriendo desde ya antes de la invasión de Ucrania a causa de la inflación. Pero déjenme que insista. La inflación es la consecuencia directa del aumento del dinero en circulación. Esto lo sabemos sin lugar a controversia desde hace tiempo. Lo que nos está sucediendo ahora es la consecuencia de la brutal oferta monetaria a la que hemos asistido durante los últimos diez años, a cargo de la Reserva Federal en Estados Unidos y del Banco Central Europeo aquí en el Continente.

Naturalmente, esto se hizo con la mejor intención del mundo, primero para paliar la Gran Recesión y luego los efectos mortíferos de la pandemia, pero conviene recordar que las decisiones, sobre todo si son equivocadas, tienen sus resultados. Esta hemorragia de dinero a precio de derribo ha sido empujada con determinación y saludada orgiásticamente por los intelectuales de izquierdas. En su opinión, era la resurrección de Keynes como apóstol y solución a los problemas de la humanidad. España ha sido ejemplo del mayor dispendio de gasto público de la historia en cuestiones nada productivas, en frivolidades aparentemente buenistas, pero finalmente destinadas a deteriorar la moral de los trabajadores en activo y a liquidar el ímpetu natural de nuestros hijos en edad de trabajar. Y me refiero con todo ello al ingreso mínimo vital, los bonos juveniles y demás excrecencias teóricamente destinadas a que nadie se quedara atrás, con el resultado insoslayable de que España es el país más atrasado de Europa en cualquier indicador económico que se mire.

Pero no crean que estos aprendices de brujo rectifican. El fracaso explícito y ya tangible de sus políticas, como demuestra una inflación galopante, no es suficiente para saciar la necesidad de gasto de estos inductores a la destrucción del bienestar social. Quieren más, a pesar de la que está cayendo. Espero que sea verdad, como ha escrito uno de los más insignes ‘hooligans’ del keynesianismo y del ‘sanchismo’, el periodista caviar Joaquín Estefanía, que “la inflación tumba gobiernos”, y que eso ocurra antes de que acabe con todos nosotros.