Opinión

Historias de Barcelona (VII)

La semana pasada, estas suelas de cuero inglés pisaron con extraña sensación la Barcelona comanche, recuperada para los autóctonos pero sin apenas presencia de estos. Desaparecidos los invasores de albos cabellos, chanclas y tripas cerveceras, los lugareños, por alguna razón que no alcanzo, desprecian el (inédito) paseo oreado, a Colón solitario frente al mar. Hay quien querría tumbarlo, los bárbaros no llegan ya del frío, han nacido aquí, hijos de viejos y desorientados cristianos. A propósito del descubridor de América, el cronista Ricardo Suñé calificaba en 1942 de “solemne y sencilla” la Fiesta de la Hispanidad que celebraba los 450 años del gran acontecimiento.

De tales vestigios, todavía humeantes en plazas, palacios y bronces, mis pasos vuelven al suelo acostumbrado. Allí donde los barceloneses vemos cumplido el deseo de tener la ciudad a nuestros pies. Desde la Diagonal hasta el Tibidabo del doctor Andreu, retornamos a los años setenta del pasado siglo. Edificios, porterías, establecimientos, señoras y niños con uniforme de colegio florecen desde aquella maravillosa década, sin cambios aparentes. Paradoja, tenemos un Gobierno de socialistas y comunistas de tres al cuarto clamando por la distancia social, pero en estos barrios dicha distancia ha sido asumida con canónica naturalidad: entre la filipina que limpia y su señora, entre el portero y los muchachos del tercero, que vuelven a casa de jugar a tenis. Ni siquiera con los atolondrados embates del procés y la militancia cachonda de pijos en la CUP (formación antisistema), la Barcelona alta ha dejado nunca de parecer lo que auténticamente es: una sociedad conservadora.

Hay lugares que abundan en la inconfundible burguesía barcelonesa, juzgada indolente, aunque eso excluya al patrimonio propio, siempre a resguardo. Respecto al dinero, no existe abulia hispana que lo descuide. En el bar Escocés (1955), don Miguel López atiende con diligencia a una clientela clásica en sus gustos ideológicos y alcohólicos. El dry martini, el negroni y algunas tapas inmortales (las ensaladillas variadas y el morro en vinagre) discurren por su cálida barra de madera. Allí vemos americanas holgadas, corbatas con alfiler dorado, viejas víctimas del bisturí y la silicona, copas solitarias de cava. Invitación a la melancolía, una figura está sentada al fondo de la sala, bajo un cuadro de dama con sombrero. El camarero se dirige a ella por su nombre, señora Carmina. Son las cálidas penumbras que van huyendo, lentamente, hasta el día en que la señora permanezca ahí cual ausencia, para siempre. En la barra, más animada, hay incluso quien exige su sitio por veteranía. Dos gruesos hombres comentan las dificultades de la vida: “El deterioro físico de María José, en los últimos treinta años, ha sido espectacular”, informa uno de ellos. El discreto encanto de ya saben ustedes qué, amables lectores.