Opinión

Franco y Sánchez, ¡esos hombres…!

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

En 1964, el guionista y director de cine José Luis Sáenz de Heredia aceptó dirigir una hagiográfica película sobre Franco, aprovechando la campaña que Fraga organizó desde el Ministerio de Información y Turismo, y la tituló 25 años de paz. Fraga se la encargó a este cineasta después de pensárselo mucho y tras oír, y no hacer el menor caso -dicho sea en su favor-, a una Comisión creada en su Ministerio para fiscalizar las líneas maestras del filme.

Los censores, tontos del haba que aún jaleaban al régimen, sabotearon el encargo a Sáenz de Heredia, no por su carente autoridad técnica o falta de sometimiento al franquismo; no, lo hicieron a la sazón por razones morales, y es que Heredia mantenía un idilio público (él, casado y con cuatro hijos) con una actriz guapa que rompía las pantallas, dicho sea en el lenguaje al uso, de nombre Concha, Conchita entonces, Velasco. ¡Cómo el director de Franco iba a ser un adúltero! ¡Por Dios!

Al final, los mastuerzos del Ministerio doblaron el codo, y Sáenz de Heredia, primo de José Antonio Primo de Rivera, amigo de Luis Buñuel y escritor de aquel bodrio de su excelencia llamado Raza, acometió el endoso. Con el auxilio de Sánchez Silva (Marcelino, pan y vino, ¿recuerdan?) y con la música de Antón García Abril se plasmó aquella película: Franco, ese hombre, que rápidamente, con el ingenio que siempre le desbordaba y con su destructora mala leche, el antiguo director de ABC, Luis Calvo, apodó de esta guisa: «Franco, ¡ese hombre…!», una titulación despectiva en la que los puntos suspensivos glosaban el desdén que Calvo sentía por «ese hombre», Franco. La película se estrenó en la Gran Vía de Madrid, se llenó a la fuerza hasta con muchachos de la OJE (la Falange juvenil) uniformados al efecto, y se convirtió en una oda ridícula al general que ni siquiera fue muy celebrada en los periódicos del movimiento.

La rememoración viene naturalmente a cuento de la imitación que estos días cursa el periódico del sanchismo sobre el insoportable presidente del Gobierno español: Pedro Sánchez Pérez Castejón. Moncloa. Cuatro estaciones, filmada por el hijo de Paco de Lucía, ha rodado casi tres años por las mesas de todas las plataformas y canales de televisión sin que ninguno apreciara la menor intención de quedarse con el engendro. Ahora la ha transmitido el diario del paisanaje sanchista después, eso sí, de no haber pagado ¡ni un solo céntimo! por su exhibición. La productora que aceptó la propuesta de La Moncloa de rodar una copia de la serie americana El ala Oeste de la Casa Blanca se resistió a hacerlo, pero al final sucumbió a las presiones y el resultado es éste que ve: una película realizada a mayor honra, ¡fíjense!, y gloria del sujeto Sánchez en el momento en que este individuo no estaba aún sometido a la ola de corrupción, el tsunami repugnante que le invade.

Queda claro que Sánchez es muy guapo y que se desvela por cuidar de todos nosotros como un remedo de su antecedente: La lucecita de El Pardo, en este trance La lucecita de la Moncloa. Hace años, un famoso dramaturgo español estrenó una obra teatral: Hay una luz sobre la cama, tan mala, tan mala, que un crítico famoso de la época quiso calificarla así: «Hay un bombilla sobre el catre». Pues eso: «Sánchez, ¡ese hombre…!».

La réplica en cuestión no ha podido salir peor para los estrategas y guionistas del Palacio donde aún reside el susodicho. Cuando se grabó todavía pululaba por allí el conocido vendedor de aire López, ya ministro, probablemente el promotor de la idea, y peloteaban al jefe en cuestión individuos/as que ahora ya son cadáveres políticos como la asturiana Adriana Lastra, una ágrafa señora ahora aupada nada menos que como delegada del Gobierno en Asturias. «Lastra, lastre», encabezaron una vez su biografía en un periódico de Gijón. «Sánchez, ¡ese hombre…!» ha encontrado acomodo en un medio televisivo residual que se ha prestado al enjuague en vísperas de ser premiado con un canal digital. Hay que recordar que ya lo tuvieron, junto con una emisora de radio, y ambos pasaron a peor vida sin que nadie les echara de menos ni por un solo segundo. Ahora le hacen el favor al psicópata narcisista (lo suscriben así la mayoría de los psiquiatras) para lograr que alguien en algún confidencial le dedique un comentario aunque sea en contra porque, ya se sabe, que hablen de mí, mal o bien, pero que hablen. Sea dicho por Sánchez.

Napoleón Bonaparte a quien se le atribuyen cientos de frases célebres, dejó una para la eternidad y, más modestamente, para este caso: «De lo sublime a lo ridículo no hay más que un solo paso». La dijo al parecer cuando supo del brutal incendio de Moscú, una ciudad que por la segunda década del 1800 resultaba el colmo de la belleza. La frase ha quedado para reseñar el peligro que corren los llamados tontos eminentes, esos que cada vez que hablan presumen de que se ha parado el mundo, y que no, que son sólo unos bobos con vistas a la bahía de Cádiz, tan hermosa, por cierto.

Por más excelentes que hayan sido los esfuerzos de los guionistas (¿quizá uno de ellos el de Cuéntame?) el balance final sólo alumbra un efecto: el sarcasmo. La escena de ese Sánchez, presuntamente humano, comunicándole a su señora, ya revestida matinalmente para sus negocios extramaritales, que no desea desayunar porque ha cenado mucho, mueve, según algún espectador privilegiado de los que saben algo de cine, a concluir de esta guisa: «Y a nosotros, ¿qué nos importa que a Sánchez le regurgite el cochinillo de la víspera?». Pues eso.

Entre todos los males que encierra el docurisa de Sánchez hay uno que los sentencia definitivamente: se ha quedado viejo. El Sánchez de ahora ya peina canas y está acrisolado como el mentiroso más procaz de la Historia reciente de España, de forma que hasta sus posturas, tan estudiadas en el filme, parecen falsas. Los andares de Sánchez, a medio camino entre los balbuceantes de John Wayne y los ufanos de un sargento de Regulares, parecen en la película más artificiales que la leche en polvo. O sea, no hay por donde cogerlos.

Si alguien se ha empeñado en hacer un favor al sujeto con estas Cuatro estaciones de Sánchez, concebidas como un plagio de cualquier película sobre John Kennedy, se ha equivocado de medio y, sobre todo, de tiempo. A este Sánchez ya no le cree ni Santos Cerdán, ese finísimo estilista del pensamiento que cada vez que mira a su jefe parece que se está diciendo: «A ver qué se le ocurre ahora a éste».

Lo dicho: ¿Qué queda tras las primeras entregas del bodrio publicitario? Pues la certeza de que nos encontramos ante un tipo cursi, postizo, trucado, al que de ahora en adelante, cuando nos refiramos a su persona, podremos apostillar: «Sánchez, ¡ese hombre…!». Como con Franco. Hasta con mayor displicencia. Al fin y al cabo, a éste le sufrimos aquí y ahora.