Opinión

El fatuo narciso

Almorzando hace unas semanas en Madrid con el genial dibujante Barca y con el erudito marqués de Laserna, tratamos el tema de la somnolencia pública frente a los asuntos de interés colectivo como consecuencia de la tendencia individualista que conforma nuestra modernidad. Estábamos los tres de acuerdo en que esta característica es un síntoma de la descomposición moral de la sociedad contemporánea, que se manifiesta a través de un efecto desintegrador. El mejor ejemplo es el fatuo narciso, apuntó Laserna. Barca y yo acatamos el veredicto. Entendimos rápidamente a quién se refería. Estos almuerzos a tres bandas dan mucho juego, pues si yo doctora y Barca marqués, Laserna es doctor y marqués. Tenemos los tres claro que sólo aceptaríamos un cuarto comensal si superara o igualara estos status, además de poseer altas dosis de genialidad como requisito indispensable para ir ordenando los venablos y alabardas que nos gusta lanzar por los aires.

Pedro Sánchez, el fatuo narciso, es la fuente de sus propios valores. Para él, la autonomía y la autosuficiencia son esenciales para ejercer su anhelado autocontrol; ése que hace que sus sermones, qué digo, sus discursos sean un ejemplo de tortura reprimida para mentirosos compulsivos. Este narcisista no se identifica con la autoafirmación, sino con la pérdida de identidad, con el vacío interior. Su concepción de la virtud se centra en una cuestión supuestamente racional que se presenta como su núcleo moral y que le ha llevado a aceptar las infinitas humillaciones que soporta sin que se le mueva ni un pelo. Su único ideal es su propio “yo”. Es capaz de amarse a sí mismo por encima de su necesidad de amor a los demás.

En realidad, él representa a la perfección la punta de iceberg. De manera general, en las últimas décadas se está priorizando lo psicológico sobre lo ideológico, lo narcisista sobre lo heroico y lo permisivo sobre lo coercitivo. Bajo esta nueva mentalidad, los individuos piensan que todo lo merecen y abandonan cualquier mínimo espíritu de sacrificio. La autorrealización se convierte en autocomplacencia, que preconiza la práctica generalizada del egoísmo que sustenta la nueva moral. Esto es lo que está sucediendo en política, como una esfera más de la realidad. Cuando una sociedad concentra sus energías en la esfera particular acaba por eliminar el sentido del encuentro social en público. La traducción práctica de esta idea es que la voluntad del nuevo político, como demuestran una gran parte de nuestros gobernantes, va dirigida a la consecución del propio interés.

La personalidad narcisista es sobre todo reconocible en la vanguardia cultural y profesional de los países occidentales. Esta cultura imperante no se toma nada en serio. La política, las relaciones personales, el amor y el trabajo se viven con cinismo y desapego, sin seriedad ni rigor. El compromiso es con uno mismo, se valora la independencia por encima de todo. Este sujeto de moral abstracta que navega en un vacío ético y cívico tiene su mejor representante en el fatuo narciso que dirige nuestro país, representando a la perfección el paradigma descrito. Obsesionado consigo mismo, creo sinceramente que es proclive a desfallecer y aquí es donde tiene su lugar la eterna Begoña, como sufrido bastón de apoyo; si no fuera así,  Narciso no la requeriría y sería también prescindible. El amor para este prototipo es perfectamente volátil y sustituible, cuando no circunstancial.

Debatir todo esto nos costó mucho esfuerzo, pasaron por allí unos carabineros y algún otro espécimen parecido para echarnos una mano; también uvas añejas trituradas y otras maravillas de este mundo. Decidimos para terminar que el ideal romántico ha pasado de moda, que el amor como pasión, como entrega ya no se estila, que el derroche emocional es síntoma de debilidad. Agotados de tanta elucubración, nos despedimos y nos pusimos las mascarillas. Hasta la próxima.