Opinión

El extraño caso del presidente que nunca existió

Se descubrió lustros más tarde como el mayor de todos los engaños de una época en que éstos eran continuos e incesantes. Se contaban entonces a razón de uno diario, siete a la semana, treinta o treintaiuno al mes, dependiendo, y hasta cuando era año bisiesto, el 29 de febrero, que dicen que era el día de su natalicio, se montaban varios engaños para cubrir el cupo de los días 29 de los años no bisiestos por venir. El poder se ostentaba para mentir y se mentía para ostentar el poder.

Las primeras sospechas acerca de aquella artimaña brotaron por el asunto de la tesis doctoral. Quedó la extensa sospecha de que no la escribió, sino que se la compusieron terceras personas a retales. Aquella era prueba evidente de su inexistencia. Los expertos se plantearon seriamente cómo pudo tener entidad alguien que escribía libros sin haberlos escrito. Más adelante siguieron apareciendo libros con su nombre, pero igualmente se supo que tampoco los escribió porque, pensaban los estudiosos, él en realidad no existía.

Después, los sabios pusieron sobre la mesa aquella escena de la urna escondida detrás de una cortina para votar, sin control ni censo, la celebración de un congreso extraordinario que decidiera el futuro de su partido. Varios de los especialistas discutieron largamente si podía existir realmente un ser cuya esencia era la ocultación y la vacuidad.

Las sospechas se acrecentaron ante su probada nulidad e incompetencia frente a la pandemia: España había sido el país que peor había gestionado aquella epidemia, en promedio de muertes y en caída del PIB. Se dudó nuevamente de que pudiera tener entidad alguien que se escondió en tablas ante la peor de las crisis sanitarias mundiales en un siglo. De ahí que sus múltiples alocuciones de entonces se consideraran una posible creación de IA elaborada con el propósito de ocultar la nada más absoluta.

Sorprendió entonces el descubrimiento de que su figura se había desvanecido en todas las viejas fotografías de sus encuentros y reuniones con sus aliados, de tal modo que en ese vacío sólo se reflejaban íntegramente sus interlocutores, que aparecían dos veces. De ahí se derivó a la cuestión de la inmanencia: si la esencia de un ser era la nada, ¿cabía entonces deducir que la identidad de ese ser era un mero reflejo de las esencias de terceros, como las de los verdaderos autores de la tesis doctoral y los libros que no había escrito?

La primera imagen en que se percibió este fenómeno fue con la instantánea de su reunión con la portavoz de un grupo parlamentario que hacía suyos los fines de una banda terrorista sin llegar a condenar sus medios, que habían costado la vida cruel y salvajemente a más de ochocientas personas: la mujer aparecía doblemente en la fotografía, dándose la mano a sí misma, sonriente.

En una vieja grabación, captada en lo que parecía una intervención suya en la tribuna del Congreso de los Diputados, los expertos se asombraron al revelarse que, a medida que iba hablando, su figura se esfumaba para ser sustituida por una visión en principio borrosa, que luego se iba haciendo nítida: era un hombre con gafas, pelo abundante negro, recostado en un sofá, con la imagen de un táper gigante sobre la cabeza, quien terminaba pronunciando el discurso.

Este hombre, identificado por los expertos como un antiguo delincuente huido de la Justicia por malversar dinero de los impuestos recaudados a los ciudadanos, terminaba riéndose a carcajadas desde la tribuna, mientras sus risas eran celebradas alegremente desde la bancada del Gobierno, cuyos miembros se desprendían de sus pantalones y los arrojaban al estrado entre vítores, aplausos y gritos de «¡Amnistía, amnistía y más amnistía, que penar por robar no tenga día!», como en un esperpento valleinclanesco.

Las antiguas fotografías dieron muchas sorpresas a los investigadores. Aquellas en las que debería figurar nuestro esquivo protagonista en actos oficiales en diferentes instituciones del Estado, la imagen se había mimetizado con el color de las paredes, de tal manera que resultaba imposible identificar separadamente su persona de la institución. En otras ocasiones, si aparecía junto a magistrados se mimetizaba con la indumentaria de éstos, luciendo su toga, convenientemente empolvada por el camino, en un fenómeno que algunos estudiosos definieron como el «síndrome del bolaño», expresión cuyo significado literal es el de «bola o pelota de piedra que disparaban las bombardas o los pedreros», lo que venía siempre al caso.

Los aquejados por dicho síndrome decían que había un terrorismo bueno y uno malo. Para saber distinguirlos era condición inexcusable sentir una irrefrenable ansia por lamerles las suelas de los zapatos a siete personas en concreto, puesto que el siete es el número perfecto y mágico, además del número de diputados que tenía entonces el hombre con gafas, pelo abundante negro, recostado en un sofá, con la imagen de un táper gigante sobre la cabeza.

Jamás se hizo público el informe con las conclusiones definitivas acerca de la extraña historia del presidente que nunca existió. En los mentideros circuló durante mucho tiempo el rumor de que el informe lo intentaron reescribir los mismos que habían perpetrado su tesis doctoral y sus libros. Para muchos, fue la prueba definitiva de que en aquella España pretérita en realidad no gobernó nadie, aunque siempre se pagó muy bien a quienes contribuyeron a mantener la patraña, porque en el fondo gobernar entonces sólo consistió en eso: en pagar y en mentir.