Una educación posmoderna

Una educación posmoderna

No sé hasta qué punto la derecha española es consciente del nuevo cambio de paradigma epistemológico que se ha producido en el seno de la izquierda. Al asumir esta última el posmodernismo como su principal fuente inspiradora, todo lo relativo a la educación ha pasado a verse a través del prisma posmoderno woke.

Ante los mediocres resultados obtenidos en PISA 2022, los sindicatos educativos de Baleares no vacilaron en atribuir estos malos resultados al «enfoque neoliberal» de este tipo de pruebas que priorizan las «habilidades y competencias específicas para satisfacer las demandas del mercado». Este análisis es típico de los posmodernos, que están convencidos de que el tipo de contenidos académicos que se evalúan en las pruebas PISA favorecen una «expectativa neoliberal», es decir, aspiran a convertir a los alumnos en miembros productivos del sistema capitalista.

En efecto, al rechazar el posmodernismo el concepto de individuo entiende que nunca se debe exigir nada a nadie a menos que uno quiera hacerlo, de ahí su rechazo a las actitudes y comportamientos de alguien que se adecúa a las expectativas de los demás. Esta mentalidad es radicalmente opuesta al altruismo occidental presente en el cristianismo o en el capitalismo donde uno triunfa cuanto mejor se adapta a las necesidades de los demás.

Esta idea, que impregna el sistema educativo actual, requiere de ingentes recursos humanos y económicos por cuanto no es el alumno quien tiene que adaptarse al sistema sino el sistema al alumno. Los posmodernos prohíben toda exigencia o incluso toda «expectativa» social, escolar o familiar que tengamos sobre un alumno o un hijo, no sea cosa que los violentemos.

Michel Foucault, el principal santón del posmodernismo teórico, creía que un poder ubicuo -a veces ni siquiera intencional ni individualizado en alguien- operaba a todos los niveles para controlar y obligar a las personas a ceñirse a las expectativas de este poder. Imaginemos dónde estaríamos algunos de nosotros si nunca nos hubiéramos amoldado a las expectativas que otros -la familia, los profesores, el jefe en nuestro puesto de trabajo o la sociedad en su conjunto- habían depositado en nosotros.

Capacitismo e inclusividad

Otro tanto podríamos decir de la inclusividad, tal vez el más aceptado de los dogmas del movimiento woke. La inclusividad, entendida como contraria a la «segregación», es la que justifica la apuesta de la educación inclusiva sobre la educación especial, pero también la que lleva a posicionarse contra cualquier tipo de separación (de género, de lengua, de capacidad) en las aulas por mucho que esta separación sea beneficiosa y mejore el rendimiento académico.

La escuela diferenciada que separa por género y la educación que separa por lengua materna son tachadas de «segregadoras», como apuestas educativas inadmisibles para el credo woke. Lo de menos son los resultados. Todos sabemos que la heterogeneidad y la diversidad de los grupos-clase preconizada por los posmodernos no favorecen el aprendizaje, al contrario de los grupos homogéneos y compactos que sí lo hacen. Sin embargo, todo lo que sea evaluar, homogeneizar y categorizar a los alumnos conforme a unos patrones comunes y universales es rechazado por el posmodernismo. Categorizar y homogeneizar es considerado un tipo de agresión social.

Pero analicemos el debate entre escuela especial y escuela inclusiva para percatarnos de las últimas consecuencias a la que nos conduce el posmodernismo woke. Antes la discapacidad se consideraba un impedimento objetivo y, partiendo de esta premisa, el fin que la sociedad se imponía a sí misma era el de mejorar su calidad de vida facilitando su acceso a las oportunidades existentes para las personas no discapacitadas. Esta idea, encuadrada en el llamado modelo médico de la discapacidad o modelo individual de la discapacidad, impulsó un progreso extraordinario para las personas impedidas. Este modelo parte de la presunción de que la discapacidad es algo que afecta al individuo y que la solución es mitigar sus impedimentos de modo que pueda relacionarse con el mundo de manera parecida a como lo hacen las personas normales.

En un súbito giro copernicano de los acontecimientos, los teóricos posmodernos cambiaron este punto de vista. En base al llamado modelo social de la discapacidad la responsabilidad, por el contrario, recaería ahora en la sociedad que es la que debe adaptarse al individuo discapacitado. Traducido al contexto escolar, es el aula entera (compañeros, maestros, cuidadores, familia, equipo directivo) la que tiene que volcarse con el discapacitado. Para ello, se requieren adaptaciones curriculares con el uso de materiales de apoyo especializados, asistentes de educación especial y una colaboración continua de padres y maestros para asegurarse de que el estudiante recibe el apoyo adecuado.

Para los posmodernos, la discapacidad no es una categoría objetiva como creemos los modernos sino un constructo de una sociedad relativamente poco acogedora e indiferente. Una persona es discapacitada por culpa de la expectativa que la sociedad demanda de ella, es decir, al demandarle que no sea discapacitada, imponiéndole que sea normal. Se trata de una condición impuesta sobre quienes tienen impedimentos. En el fondo, la discapacidad sería una discriminación y una opresión social, no una realidad empírica y objetiva.

Algunos teóricos posmodernos incluso van más allá y rechazan cualquier tipo de diagnóstico, tratamiento o cura de la discapacidad al entender que su tratamiento o cura sólo obedece a unos supuestos capacitistas pérfidos y perversos que, imbuidos de «neoliberalismo», obligan a las personas a ser lo más autónomas y funcionales posibles, contribuyendo así a la expansión del sistema capitalista. ¿Acaso no les suena esta música a los argumentos de los sindicatos educativos en su olímpico desprecio a los contenidos académicos de las pruebas PISA o al bajo grado de exigencia que se demanda a alumnos y profesores?

Como sugieren algunos activistas del capacitismo, debemos invitar a las personas discapacitadas a celebrar la discapacidad en sí misma como una nueva identidad para que así puedan empoderarse políticamente y gozar de las experiencias emocionales y únicas que sólo la discapacidad procura. Ignoramos cómo todo esto puede ayudar a los discapacitados si es que necesitan, claro, alguna ayuda, por muchas toneladas de reconocimiento que les dediquemos en su diversidad.

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