El dragón chino no podrá ganar la guerra comercial

El común no sabe una palabra de política arancelaria y, la verdad, no tendría por qué. La vida es breve y hay cosas mucho más interesantes y útiles que aprender en este mundo. Por eso, en parte, observa fascinado la evolución del fenómeno como lo haría con una partida de póquer en la que se juegan sumas astronómicas.
Trump ayuda a fomentar esta actitud entre el público con sus apuestas aparentemente disparatadas y aleatorias que parece no tomar demasiado en serio, porque las cambia de un día para otro sin que se le mueva un músculo. Aunque lo que se juega, en la opinión de todos, es el dominio mundial, poca broma.
En definitiva, el tema de fondo es la sustitución de Estados Unidos por China como potencia mundial. Todo lo demás es glosa. Y en el comentariado político de nómina las apuestas están cinco a uno a favor del dragón asiático.
Resumiendo muchísimo y simplificando groseramente, la cosa es como sigue. Hacia finales de la Guerra Fría Estados Unidos miró hacia China y le gustó lo que vio: el país más poblado del mundo, pobre como las ratas y atrasado, ya separado de la Unión Soviética gracias a los buenos oficios de Kissinger, y deseoso de comerciar con el resto del mundo.
Así que decidió que ellos, Estados Unidos, eran ya obscenamente ricos y era más limpio, rentable y agradable dedicarse a comprar y vender dinero en un rascacielos de Manhattan que producir cosas como acero o zapatos, que además contamina mucho. China sería la que produjese por todos, la que llenase su paisaje de chimeneas humeantes y vendiese al mundo manufacturas a un precio ridículo gracias, en parte, a su mano de obra semiesclava y dócil.
La industria americana vio el cielo abierto y empezó a desmantelar fábricas en Estados Unidos e instalándolas en China como si no hubiera un mañana. La idea es que el diseño y la innovación siguieran en manos norteamericanas, y los chinos se limitaran a aplicarlos.
Pero los chinos, naturalmente, aprendieron, empezaron no sólo a producir por su cuenta, sino a innovar, a mejorar, a instalarse, como dicen en la parte alta de la cadena de valor. Y ahora se sienten lo bastante fuertes -y ven a Estados Unidos lo bastante débiles- como para presentarles cara y aguantarles el órdago arancelario. Porque es inevitable que América decaiga y China le sustituya.
O no. ¿Se acuerdan de cuando Japón se comió a Estados Unidos, convirtiéndose en la primer potencia mundial? ¿No? Quizá sea porque nunca ocurrió. Flashback a 1992. El autor de superventas norteamericano Michael Crichton publica un libro, Sol naciente, que un año después se convirtiría en película. Su argumento -una trama policiaca- no nos interesa en absoluto, pero sí el estado de ánimo que lo justifica: Japón se está haciendo con las empresas norteamericanas y pronto dominará el mundo. Poco después, la economía japonesa se hundía y nadie volvió a hablar del embarazoso asunto.
Y esto nos lleva a la posición de China. Desde el despegue económico brutal propiciado por Deng Xiaoping, la pregunta clave ha sido si China lograría hacerse rica antes de hacerse vieja. Esa es la carrera contra el reloj de la que depende el destino chino. Y la está perdiendo. Por culpa de la infame política del hijo único, China se enfrenta a una verdadera pesadilla demográfica. Los datos oficiales prevén que China pase de los actuales 1.400 millones de habitantes a 700 millones a finales de siglo. Esto es lo oficial; extraoficialmente, muchos observadores sospechan que el país está ya decreciendo poblacionalmente y que el número de chinos podría caer por debajo de los mil millones para mediados de siglo.
Cuando llegue el momento en que esos pocos (relativamente) tengan que trabajar para dar de comer a esos muchísimos jubilados, que es ya, China descubrirá hasta qué punto es de papel su poderío económico, sin una seguridad social digna de ese nombre, con enormes áreas terriblemente deprimidas que no suelen salir en las proyecciones económicas.
Es un tópico hablar de China como de un gigante con los pies de barro. Pero los tópicos son a menudo un reflejo grosero de la realidad, y si el dragón puede ganarle una o dos batallas a Trump -a Estados Unidos-, es ya demasiado viejo para ganar la guerra.