Opinión

La ‘Cosa Nostra’ al mando de la nación

El Partido Socialista de Felipe González gobernó España durante
catorce años. Dado que el presidente era de Sevilla, lo mismo que el
número dos Alfonso Guerra, y que otros miembros del famoso ‘clan de la
tortilla’ como Manuel Chaves eran igualmente del Sur, una de las
máximas prioridades del Ejecutivo fue reparar el atraso secular de Andalucía, que se atribuía al predominio del latifundismo, el
‘señoritismo’ y la caverna. La apoteosis de esta entrega inexorable
con Andalucía llegó con motivo de la Expo de 1992. Se preparó para
ella el AVE, que debería haber enlazado antes con Barcelona según
dictaba toda lógica económica, se modernizó el aeropuerto de Sevilla y
se renovó la autovía del Sur.

Recuerdo que una vez le pregunté por estas cuestiones al entonces
ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, que estaba realmente
impresionado como tantos por la vía de alta velocidad, una de las
mayores obras de ingeniería de todos los tiempos, y me dijo: «Ha sido
un esfuerzo colosal, seguramente obligado, ¿pero era necesario hacer
todo al mismo tiempo? Ya pueden imaginarse la respuesta.

El objetivo declarado de González y su gobierno era acabar de una vez
por todas con la postración de la región más extensa y poblada de
España. Cuarenta años después, este objetivo sigue pendiente a pesar
de los miles y miles de millones invertidos en el propósito. Andalucía
continúa siendo la segunda autonomía, por detrás de Extremadura, con
la tasa de paro más elevada y el PIB per cápita menor. La explicación
es muy simple: para dinamizar y explotar al máximo la potencia de un
territorio, la clave no es el dinero que se emplee al efecto sino cómo
se use.

El socialismo de traje de pana de la época detestaba el mundo
de los negocios -casi tanto como luego Zapatero y Sánchez-,
desconfiaba cervalmente de los empresarios -como sigue sucediendo
ahora- y solo tenía una estrategia clara y granítica: regar
masivamente de subvenciones, ayudas, y canonjías diversas a las masas
de desfavorecidos y perjudicados legendariamente por la dictadura. Todos ellos falsos parias de la tierra. Y de este modo, dando por
bueno que la mayoría de andaluces vivía sojuzgada por los patronos y
terratenientes, decidieron instalar un nuevo régimen alternativo,
radicalmente opuesto, basado en la dependencia y la respiración
asistida, con el resultado más deletéreo de todos los posibles: la
corrupción moral de la mayor parte de la sociedad y la casi segura
aniquilación de por vida de la juventud.

El socialismo nunca ha querido hombres verdaderamente libres sino
cautivos, títeres y deudos perpetuos del favor público. Y en Andalucía
esta máxima se ha aplicado hasta el paroxismo. Sin escrúpulos y con un
sentimiento de impunidad total. Si era menester, como ha sido el caso,
arrasando con la ley y despreciando toda clase de controles, en
particular el judicial.

Esta manera de cambiar España hasta que no la conociera ni la madre
que la parió fue ‘teorizada’ por Alfonso Guerra, que enseguida se dio
cuenta del obstáculo principal de cara a los afanes socialistas
perversos: los jueces. Había que cambiar a toda costa y con rapidez
una magistratura que a su juicio era mayoritariamente conservadora y
opuesta al cambio prometido iniciáticamente por el PSOE, el lema con
el que obtuvo la mayoría absoluta más gruesa de la historia en 1982.

Guerra fue el que parió la clasificación nociva entre jueces
progresistas y retrógrados que nos persigue hasta nuestros días, el
que laminó el respeto profesional por los magistrados, hiriendo de
muerte su prurito académico y científico, y el que, a estos efectos,
cambió la fórmula de elección de poder judicial para entregársela al
Parlamento, la mayor parte de la historia dominado por socialistas -en
solitario o con las alianzas más endiabladas, como ocurre ahora para
la mitad de los puestos del Consejo-. Los socialistas, y fue Alfonso
Guerra, el primero en declararlo sin aspavientos, enterrando por
segunda vez a Motesquieu, siempre han protestado la independencia del
poder judicial. Igual que desean con el común de los ciudadanos, su
ambición es contar con unos magistrados adictos a la causa, porque
toda la vida política debe estar subordinada al resultado de las
elecciones, al voto del pueblo… hasta que pierde su favor. En esa
circunstancia, cuando son derrotados, están dispuestos a cualquier
cosa, como acreditaron el siglo pasado con la Revolución de Asturias
en 1934, y en los prolegómenos de la guerra civil que ellos provocaron
con su conducta antidemocrática.

Por eso lo que está sucediendo estos días a causa de la sentencia del
Supremo sobre los Eres tiene que ver con los hechos que he citado con
reiteración. Primero con una Junta de Andalucía que durante casi
cuarenta años se ha dedicado a repartir dinero público fuera de
cualquier clase de vigilancia, con el conocimiento, el asentimiento y
la complicidad de dos de sus expresidentes, Manuel Chaves y Jose
Antonio Griñán, ambos previamente ministros con Felipe González,
amigos personales, y el primero de ellos ex presidente de honor del
Partido Socialista. El dinero público repartido -que para más inti era
de la UE- sin el debido e ineludible control y cuidado, aunque con
exceso de diligencia, se destinó a complacer intereses espurios,
enriqueció a centenares de personas sin escrúpulos y jamás se dedicó a
los pretendidos fines sociales para los que fue concebido, si es que
alguna vez se puede considerar de justicia social ayudar a empresas
insolventes abocadas a la quiebra insuperable o a empleados que no
necesitan las ayudas porque no están en una situación perentoria.

Esto no es muy distinto de lo que ha ocurrido durante tantos años en
Andalucía con los planes de empleo rural, origen de otro fraude
recurrente a gran escala. En ambos casos, el objetivo indisimulado de
los dirigentes de la Junta fue crear una densa y potente red
clientelar y asegurarse la permanencia en el poder ‘ad eternum’.
Aunque yo había perdido cualquier clase de esperanza, la victoria
arrolladora del PP en las pasadas elecciones después de casi cuarenta
años demuestra que todavía quedaba un rescoldo de moralidad entre los
ciudadanos de Andalucía y un claro hartazgo después de haber
chapoteado durante tiempo en el lodazal, como los cerdos. La tarea que
espera al señor Bonilla es inmensa, pues permanece la sospecha
apuntada de nuevo por el inefable Alfonso Guerra: «ha ganado el PP
porque ha mantenido todos los chiringuitos que prometió extinguir»,
que por cierto han sido la obra más rematada del socialismo.

La sentencia del Supremo sobre los Eres condena el mayor caso de
latrocinio y corrupción no solo de España, sino de la Unión Europea, y
afecta al corazón del socialismo, el tradicional y el presente. Por
eso todos los dirigentes, de antes y de ahora, han salido a defender
en tromba a los suyos, porque los condenados «son de los nuestros»,
confirmando que el Partido Socialista funciona como la mafia, que el
país está en manos de la ‘Cosa Nostra’ que, simplificando mucho, allí
donde nació, en Italia, en Sicilia, también prosperó y se hizo con el
control de la sociedad ofreciendo protección y prosperidad a los
pobres a cambio de hurtarles cualquier esbozo de libertad. Aunque
González, Guerra y el viejo socialismo detestan a Sánchez, en el caso
que nos ocupa, la defensa cerrada de los ajusticiados, están unidos
como una piña, apuntando una vez más su miseria y mezquindad, así como
de carácter eminentemente antidemocrático.