Opinión

Cataluña: votos y botas

Cataluña vive —lleva así desde 1714— en una constante paradoja inversa que presenta falazmente a los ilegales como decentes responsables públicos respetuosos de los derechos ciudadanos y a los vigilantes de la ley como impertinentes fascistas invasores de las esencias democráticas. Un sindiós político que no se solucionará ni el 1 de octubre ni el 2 de mayo, ni con apelaciones a levantamientos ni con promesas de cumplimiento. Quienes defienden la legalidad actual tienen mecanismos suficientes para hacer que ésta se cumpla, aunque ello genere una compleja venta social. No actuar cuando el Estado de Derecho está de tu lado es tan cobarde como inconveniente. Sobre todo cuando piensas más en el posible rédito visual que sacarían tus enemigos políticos que en la imprescindible defensa del ciudadano, huérfano ante la acometida antidemocrática de aquellos. A partir de ahí, tienes un grave problema como Gobierno.

Mientras que los sediciosos, subidos al monte de la fanfarria y la infamia, defienden ante el mundo un derecho tan democrático como dictatorial, el Estado sigue sin tener quien le proteja, debido a la inacción de los que todavía creen en el apaciguamiento de la bestia. No aprenden de la historia. Nunca han aprendido. Quizá porque tampoco la conocen. Ante la enésima provocación nacionalista, muleteada por esa ensalada totalitaria que es Podemos, que nunca está pero siempre se le espera para destruir la convivencia social, el PP, junto con los socialistas y Ciudadanos, deberían liderar un frente único de legalidad manifiesta, que pasara por una solución de imagen pública dura pero de impronta jurídica intachable. Claro que a los indepes de la CUP, ERC y PdCAT les conviene la fotografía de sus líderes detenidos y el ejército español desfilando por la Diagonal.

La calle es de la gente, no de los militares, dirían Colau y los protonacionalistas del PSC. Pero dicha actuación no sólo viene amparada por la Constitución, sino que obtendría el respaldo de todos los países democráticos occidentales, siempre guardianes de una Europa unida y recelosos de sentar cualquier precedente de separación, sea o no pactada. La cuestión es que en el PSOE hace tiempo que no vemos el norte de su estrategia. Más que faltarle discurso, le sobran palabras. Sobre todo si éstas son huecas en contenido y pomposas en la forma. Nadie entiende a Sánchez cuando define lo que quiere gobernar, seguramente porque no sabe lo que quiere gobernar. ¿Defienden en Ferraz los votos —bajo referéndum ilegal— que piden los nacionalistas o las botas —militares que legalmente anularían la autonomía— que recoge la Constitución?

El maestro Cuartango, un existencialista entre millenials sin esencia, escribía recientemente en su Facebook, desde la mente de Heidegger, que pensar “era descender al sentido etimológico de las palabras, eliminar el barniz que las oculta, restablecer su antiguo significado”. Que piensen en el PSOE, cuando Sánchez habla de esa manera, si esa estrategia de condensación abstracta de los mensajes, como dice Cuartango, es otra forma más de falsificar la realidad. Votos de mentira o botas de verdad. Esa es la cuestión. En ningún otro país de nuestro entorno habría dudas sobre cómo actuar ante el desafío independentista. La suerte que corra Cataluña será la del conjunto de España. Una tierra, la catalana, que siempre ha defendido la unidad de la única nación existente, fuera de su sentido etimológico y de las connotaciones culturales otorgadas por Fichte en pleno Romanticismo. Aquella que emana de Cádiz con posterioridad al servicio de una causa: la de sus ciudadanos libres. Y a veces, la libertad se defiende mejor con botas constitucionales que con votos marcados.