Opinión

Carta abierta a la asesina de Gabriel

No es fácil encabezar una carta dirigida a ti y mucho menos retener todo aquello que siento. No soy un profesional de la psiquiatría o de la psicología que pueda encontrar una explicación, que no justificación, de tu aborrecible y maldito acto. Pero si soy quién para no ser políticamente correcto, por mucho que se me acuse de populista, para definirte como el rostro de la muerte, como la representación del mal. No sé en este momento encajar ley y justicia. Me cuesta, aun siendo jurista, poder compatibilizarlos. Tu vileza supera la capacidad de comprensión que tengo como ser humano. Considerar que eres merecedora de los manipulados y manipulables “derechos humanos” desatan en mí una ilegible catarata de contradicciones, de deseos, surgiendo en ocasiones ese afán de venganza tan humano, a veces incluso ciego.

¿Qué pasó por tu putrefacta mente para urdir y cometer con saña y extrema frialdad el asesinato de Gabriel? No contestes, no hay justificación admisible, no es posible siquiera imaginar la cruda realidad de que eres la representación del mal, capaz de expirar la vida de un niño, una vida por vivir, capaz de sajar una sonrisa, cuantas sonrisas le quedaban por regalar. Sí, hiciste cierta la existencia objetiva del mal, del mal absoluto en estado puro. ¿Qué hacer con seres como tú donde el mero hecho de que en algún momento puedas pisar el mismo suelo que yo produce verdadera nausea? Fácil me ofreces la respuesta, si esta se deja llevar por mis más bajos instintos. Tormento y dolor infinito mi irracionalidad me ordena te desee. Pero no bajes la guardia, si bien no te engaño que a veces amaga con asomar. No es mi pretensión pedir hacia ti ningún daño ni mal físico.

No tengo anhelos de venganza y cuando surgen, son difícilmente contenidos. Pero sí confío en que te persiga de por vida el peor de los males, que es el mal de la conciencia. Espero que esta, en tu caso yerma y purulenta, te atormente día y noche. Que cada segundo no te abandone la imagen de tu hecho. Que la conciencia, juez infalible que discierne el bien y el mal, falle atemporalmente en tu contra. Y que pases el resto de tus días entre rejas, entre las rejas de una cárcel, entre las rejas del dolor y entre los barrotes del remordimiento. Toma distancia y sufre al recordar la atrocidad cometida. Tu odio y veneno permean todo tu ser y lo has pagado con el más débil, el más indefenso. Que la ausencia que posees de sentimientos de culpa, tu insensibilidad y crueldad sean para ti una tortura constante y se conviertan en los harapientos ropajes con los que te vistas a diario.

Tienes como gran aliado un sistema que buscará tu reinserción, sin entender que la misma es un derecho que se te da y no una obligación nuestra de dártela. Le acompañan como aliados todos aquellos pseudorepresentantes de cierta clase política que igualan los derechos de quienes cumplen, con los de aquellos monstruos que cometen las mayores inmundicias. Y todavía creen en tu posible reinserción. Yo no. Ni creo en ella ni la quiero. No quiero tenerte entre los míos, mezclada entre una sociedad normal, respirando el mismo aire, viendo el mismo sol. Paga por tu acto. Pena por él. Sufre lo indecible. Por mi parte solo espero que no encuentres consuelo nunca. Y que aquellos que todavía consideran que eres reconducible, que recuerden lo que dijo Edmund Burke, escritor, pensador y político inglés: “Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada”.