Opinión

El capitalismo como agonía del arte

Hoy en día, de manera general, el arte se percibe como una cuestión económica. En lo relativo a las artes plásticas, el mercado ha absorbido en la práctica todos los demás valores que las piezas pudieran tener intrínsecas. Una pintura se valora por su cotización, y es ésta la que marca su valía, con independencia de lo que pudieran decir los especialistas que, en su mayoría, también participan en este juego establecido por este nuevo sistema de poder que mueve el mundo contemporáneo.

Esta realidad tiene especial relevancia en la nueva disciplina creativa del siglo XX, la moda, con la revolucionaria y rentable creación del diseñador/estrella, frente al modista/artesano de épocas precedentes. Una vez muertos los primeros grandes diseñadores famosos, los nuevos empresarios del sector supieron revitalizar sus firmas de una manera salvaje, con nuevos creativos más jóvenes y atrevidos que las rejuvenecieran. Así hizo Galliano con Dior, Lagerfeld con Chanel o Ford con Saint Laurent.

¿Qué hay de Chanel en una prenda de Chanel ideada por Lagerfeld? ¿Es mérito de ella o de él? Si se considerara arte, ¿a cuál de los dos habría que felicitar? El nuevo evangelio dictaba las normas y nadie se paraba a pensar si era lícito ese paraguas con el nombre de una persona ya fallecida para amparar y asegurar las ventas de unos productos que no había ideado, ni siquiera aprobado. Si llevásemos esta cuestión a la pintura, sería como si hubiera talleres con el nombre de Picasso o Rembrandt y los cuadros que de él salieran tuvieran la misma cotización que un original salido de la mano de esos pintores.

En escultura, lo más parecido que se me ocurre es comprar un vaciado de yeso de una escultura de Bernini y pagar y sentir como si tuvieras un auténtico tesoro salido de las manos de ese genio italiano del Barroco. Nadie se para a pensar esta lógica, porque tenemos demasiado asociada la marca al sueño que ella vende o a lo que representó en su momento. Es como si nos hubieran lavado el cerebro en beneficio de la economía de esos nuevos barones que asomaron a finales del siglo pasado de otros sectores empresariales, atraídos por las oportunidades que este nuevo negocio establecía.

Siguiendo con esta cuestión de la atribución artística de las prendas, la futura reina de Inglaterra se vistió de Alexander Mcqueen para su boda en 2011, pero resulta que éste ya se había suicidado. ¿Es lícito atribuir ese vestido de novia a este genio creador? Para mí, no; aunque la persona que lo ideara fuera su ayudante y discípula. Pero así está establecido el sistema y no tiene visos de cambiar de momento. Esta realidad va en detrimento de la posibilidad de hacer artistas con categoría absoluta a los diseñadores, porque sus firmas les sobreviven, que es una manera extraña y cínica de decir que ellos son perfectamente prescindibles.

Entonces, si la marca sin ellos continúa incluso de manera ascendente, ésta es lo importante, no el cerebro que cree los productos. Si es así, se podría parecer a una producción en serie cualquiera, como los coches o, de hecho, como pasa con los bolsos. ¿Cabe hablar de arte en estos casos? Claramente, no. Si ensalzamos a diseñadores como John Galliano y Alexander Mcqueen a la categoría de artistas, y el primero diseñaba para la casa Dior y el segundo para Givenchy, ¿eran los artistas ellos o los muertos? ¿O fifty/fifty?