Bebelejías, covidiotas, pasaportontos y otra gente… normal
En estos días se cumplen dos años desde que a finales de diciembre de 2019 se informaron los primeros casos de transmisión comunitaria del COVID-19 en un hospital de Wuhan. Siendo el chino un régimen comunista es casi seguro que ese dato será falso y estará manipulado a favor de los intereses de sus tiránicos gobernantes, pero tenemos certeza de que poco tiempo después, en enero de 2020, se comenzaron a detectar casos en Tailandia y en Japón y la transmisión fue tan rápida que el 30 de enero de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) decretó una emergencia sanitaria de preocupación internacional. Llevamos ya dos años de muerte y miedo, de pérdidas, llantos, renuncias, encierros, restricciones, penas, miserias y, sobre todo, de desconfianzas. No tenemos certezas a las que aferrar nuestra esperanza porque nos han engañado tanto y nos han mentido de una forma tan descarada y desvergonzada, que los ciudadanos hemos tenido que aprender a protegernos solos, desconfiando de lo que cualquier autoridad nos recomiende.
Sabemos que la OMS está dirigida desde 2017 por el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus, antiguo miembro del Frente de Liberación Popular de Tigray, de ideología marxista-leninista, que es acusado por sus compatriotas en el exilio de causar cientos de muertos en Etiopía por no informar de tres epidemias de cólera siendo ministro de Sanidad, para favorecer así a su tiránico y represor Gobierno. Tedros lleva desde entonces demostrando su sintonía con los regímenes totalitarios comunistas chino y cubano y desprestigiando a la institución que dirige. Por ese motivo el respaldo que la OMS ha proporcionado a las informaciones sobre la pandemia procedentes de la China comunista no ofrece ninguna certeza a la ciudadanía.
Y en España continúa al frente del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad el mismo Fernando Simón que sólo ha servido para blanquear la nefasta gestión de la pandemia del Gobierno de Pedro Sánchez, que nos convirtió durante la primera ola en récord mundial en muertos por habitantes, líderes mundiales en sanitarios infectados por el virus y campeones en colas del hambre y en destrucción de la economía. Un Fernando Simón que, para encubrir que Sánchez no podía abastecernos de mascarillas, mintió asegurando que no eran necesarias e incluso recomendó acudir a las manifestaciones femicomunistas del 8 de marzo de 2020. Estas autoridades mundiales y nacionales no tienen ninguna credibilidad y eso provoca en la población todo tipo de desconfianzas que se traducen en actuaciones a veces absurdas.
Llevamos ya un año poniendo vacunas contra la COVID-19 a los adultos. El 82% de la población española está vacunada con la pauta completa y ahora que se ha empezado a vacunar a los niños llegaremos al 90% en unos días. Tenemos una información estadística que demuestra sin la menor duda que las vacunas han salvado la vida de decenas de miles de adultos en todo el mundo y que los casos de enfermedad grave se han reducido drásticamente, compensando sobradamente los escasísimos efectos secundarios de las vacunas. Pero también comprobamos que la vacuna no inmuniza y que incluso los sanitarios vacunados con tres dosis se están contagiando cada vez que se reúnen en espacios cerrados y sin mascarillas. Tan absurdo resulta que un adulto rechace ponerse la vacuna como exigir, para entrar en un restaurante, un certificado COVID que de ninguna manera evitará que entren vacunados contagiados que transmiten la enfermedad igual que los no vacunados. Y ya el colmo de la estupidez es proponer que, en España, con un 90% de la población vacunada voluntariamente, se cambie la legislación para que esta vacuna resulte obligatoria, como así desean el 61% de los españoles, según una encuesta de GAD3 publicada hoy en ABC.
Es lógico desconfiar de las nefastas autoridades que tan mal han gestionado la pandemia. Es razonable utilizar nuestro sentido común para autoprotegernos. Lo raro sería que no hubiera bebelejías, covidiotas y pasaportontos, estando en las manos que estamos. Pero vacunarse debe ser un derecho, nunca una obligación. Resulta impresentable forzar a los que no desean ponerse la vacuna tanto directamente, haciéndola obligatoria, como de forma indirecta, discriminándolos de forma absurda con un pasaporte que resulta inútil para el fin que persigue. No debemos permitir que el miedo y la desconfianza nos convierta en personas egoístas que no valoran la libertad ni respetan los derechos de los demás.
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