Alfonso Guerra ha movido la foto
Alfonso Guerra —el último gladiador de la vieja Hispania socialista, aquel que mandaba más que su propio jefe y que despidió media España desde su escaño— ha salido de la cripta de los oradores para lanzar su retórica andaluza, mezcla de refrán, puñal y retranca. No ha venido a salvar a nadie, sino a recordar que las facturas, en política, como en los burdeles, siempre se pagan. Y a veces con recargo.
«Será difícil que no haya algo», ha dicho el viejo vice de Felipe, y con eso basta para entender que ve más humo que en una churrería en llamas. Guerra no necesita pruebas; le basta el olfato que da haber enterrado más carreras que un comité federal. Y con esa media sonrisa de quien ha visto cosas que no caben en un sumario, soltando sentencias que podrían ser titulares: porque esto está pidiendo elecciones como un borracho pide la última copa.
No es que Alfonso haya vuelto convertido en un monje moralista —Dios lo libre, que a él siempre le gustaron más las trincheras que los púlpitos—, pero cuando habla de las «fealdades» de Ábalos, Cerdán, Koldo y su tropa de asesoría low-cost, se le nota el asco. De Santos Cerdán dice lo justo, porque en el fondo Guerra sabe que a los secretarios de Organización los carga el diablo… o la hemeroteca.
Pero donde aprieta sin rubor es con el clan Sánchez. «Enredarse con la mujer, con el hermano… eso es complicado», suelta, como quien no quiere la cosa. Porque en España, como en las comedias de Berlanga, el problema no es la corrupción, sino lo mal que se disimula. Y él, que ya se peleó con medio PSOE por mucho menos -el que se mueva no sale en la foto-, lo dice con tono de taberna culta: ese sitio donde se citaban Quevedo y una caña.
Y luego está lo de la bomba lapa a Sánchez. Dice que es de tal gravedad extrema que le sorprende que nadie esté corriendo por los pasillos de la Moncloa gritando ¡que viene el lobo! Pero no. Aquí ya ni las bombas, ni los bulos, ni los audios con aroma a vodevil causan alarma. España es ese sitio donde se puede acusar a la Guardia Civil de terrorismo y al día siguiente pedir cañas como si nada. Porque, como predijo Guerra en sus años de fuego, en este país dimitir no dimite ni Dios, y a veces ni se entera.
Aquel exvicepresidente todopoderoso ha dicho con su jocoso aire templado que esto de hablar todos castellano en la puerta y luego ponerse traductor simultáneo dentro es un poco ridículo. Porque, para él, defender las lenguas está bien, pero usarlas como si fueran espadas medievales, es de gente que confunde la cultura con el postureo institucional.
A Guerra se le podrá acusar de muchas cosas, menos de no decir las verdades -últimamente de su partido- con su lengua sevillana y afilada. Y mientras él sigue mascullando que «el PSOE ha cambiado mucho en muy poco tiempo», en Ferraz hacen como que no lo oyen. Porque al final, como decía otro grande, «aquí todo el mundo quiere mandar, pero nadie quiere que le manden».
Y así va el PSOE, y así va España: sin rumbo, sin rubor y, cada vez más, sin memoria.
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