Opinión

Alejandro Fernández y la política ejemplar

La política en España vive sus peores momentos. Quizá ya no recordamos cuándo vivió los mejores, pero sí al menos sabemos que había una época en la que se respetaban unos mínimos que hoy parecen horadados entre la mansedumbre mediocre de quienes deben su escaño al babeo constante y ese pesebre remunerado de los que no mandan sobre su hambre, afanados en conseguir sus lentejas sumisas haciendo lo que sea necesario, aunque lo necesario no sea ético ni legal. A la política casi nunca llegaron los más preparados, pero al menos antes se guardaban las distancias respecto a lo que se podía hacer y no. Había un código no escrito de respeto a la ciudadanía, a la palabra y al adversario que empezó a joderse, en España, en el mismo momento en que la izquierda política llevó a los parlamentos su misma forma de pensar y actuar aprehendida en sedes y asambleas de convencidos.

Desde que el fundador del PSOE, Pablo Iglesias Posse, dedicaba sus días parlamentarios a amenazar de muerte a un oponente político como el conservador Antonio Maura, hasta el momento actual en el que los hijos de ETA condicionan formas y maneras legislativas y ordenan al presidente del Gobierno a borrar sus crímenes de la memoria colectiva, hemos dejado que la retórica polarizada, la que ahora manda y triunfa, sea organizada y dirigida por un hatajo de iletrados macarras y mercenarios de la poltrona. Y entre tanto profesional de la política de antro y navaja, sobreviven los activistas que dedican sus horas mediáticas a intimar con el argumentario del poder. La honestidad y honradez están en huelga de currículum y la formación entre los votados se observa con la misma sospecha que la excelencia por los votantes.

Por eso, hay que ser pesimista con los que nos toca sufrir. No se va a volver a tiempos en los que el adversario tenía en común con el que le interpelaba lo innegociable: la nación, la libertad, la seguridad y la convivencia. Mientras exista el PSOE, no el bueno ni el malo, simplemente el PSOE, eso no pasará. Porque ya han decidido que, en ese aquelarre federaloide y su deriva balcánica en la que quieren convertir España, la oposición sobra, la política y la social. Y su autocracia, con el patrocinio de China y la financiación del cartel de Puebla, que lidera Zapatero, tomará forma y consecuencia a poco que no hagamos nada desde la sociedad civil para evitarlo. Y es ahí cuando, en medio de la nada política, con el Estado en coma de tanta grasa saturada y con el pueblo exigiendo políticos de altura y liderazgo auténtico, sobresalen en el panorama nacional escasas figuras merecedoras de tal insignia. Una de ellas es Alejandro Fernández, líder del Partido Popular en Cataluña, un hombre de otro tiempo que articula un ejemplo de resistencia y fidelidad a un estilo y fondo político hoy sustituidos por el titular de taberna.

Alejandro es un orador de palabra afilada, que pincha, pero no agrede, vehemente, que no agresivo, contundente y no acomplejado, con un discurso centrado, que no de centro, enraizado en valores y principios que lo elevan por encima de la media. Un parlamentario de Españas mejores por su verbo y sus recursos y quizá, por eso, sea el político que necesita este momento marcado por la chabacanería, el argumento facilón y el zasca de mercadillo. Sus días en el Parlament de Cataluña transcurren entre clases magistrales sobre libertad y tolerancia al nacionalismo ultra que protege a Sánchez y el uso continuado del fino sarcasmo como humor inteligente con el que retrata a los españolazos de estelada.

Lleva el liderazgo en la sangre, y la autocrítica en vena; por eso molesta también internamente a quienes no soportan el pensamiento lateral y observan la realidad desde la trinchera de la sinrazón. Defiende que Cataluña no es el frenopático al que el nacionalismo ha llevado con el plácet y conformidad del constitucionalismo de mantequilla que hoy presume de apaciguar las golpistas aguas del procés. Y recuerda que, si una vez se consiguió ganar en las urnas a la minoría ruidosa que gobierna por chantaje (aquel Ciudadanos ilusionante), en el futuro es posible repetir ese escenario. Pero hay que dejarle trabajar. Y confiar en él. Porque su trabajo define también su oratoria. Cogió a un PP comatoso, en causa de derribo y con deudas por pagar, y le ha devuelto a la vida con la sensatez por bandera y la convicción como eslogan.

Alejandro no rehúye el cuerpo a cuerpo, ni en tribuna parlamentaria ni en las diversas entrevistas, pocas, que concede o le permiten. Traza una raya moral donde escenifica con claridad los límites de lo correcto, y en esa denuncia de lo inmoral, avisa sobre la España decadente en la que políticos y ciudadanos hemos contribuido con acción y omisión a que se instale en un mundo que ya no nos mira con admiración y envidia. Por ello, debemos defender que la política ejemplar que representan tipos como este tarraconense campechano y socarrón vuelvan a ser la norma y no la putrefacta excepción que es ahora. Sánchez, a fin de cuentas, es el resultado de lo que hemos permitido como pueblo, cuando decidimos que el umbral de respeto y educación estén a la misma altura de la responsabilidad moral. Y ésta, hoy, es la que menos cotiza en la bolsa pública.