España comienza a renquear
¿Qué tal la situación económica?, me pregunta mi buen amigo Manolo. El mismo prácticamente se responde: vamos bien, seguimos creciendo, somos el país de Europa que más crece… ¡Alto ahí, Manolo!, le corto afectuosamente. «Vamos bien, sí, pero sin entrar en detalles, Manolo», le espeto con cariño. ¡Qué no es oro todo lo que reluce!, intento concretar. España va perdiendo competitividad. Posiblemente, al ranking mundial de competitividad se le preste, según quien sea el lector de las estadísticas que inundan los datos e informaciones económicas, mayor o menor atención. Sin embargo, es muy indicativo de la realidad de un país y sobre todo de si avanza o se estanca o, incluso, si retrocede. No hay que contemplar ese ranking aisladamente en un año y contentarnos con lo que vemos, sacando conclusiones puntuales. Es preciso abordarlo desde una perspectiva dinámica, constatando el papel que desempeña en el mundo una economía determinada.
En los países más competitivos, el sector público va siempre por detrás del privado. Por tanto, éste es el que marca el paso. Y el Estado, en su conjunto, lo que hace es apoyar, estimular, graduar, ajustar la progresión de la economía privada. Eso es lo que sucede en Estados Unidos. Su fuerza económica viene dada por su energía empresarial. Los grandes gigantes nacen, crecen y se desarrollan en territorio norteamericano. Y algo de eso acontece también en Hong Kong, esa China que es China pero no acaba de ser del todo China. Singapur es otra referencia en el plano competitivo. Esos tres países son los primeros en el ranking mundial de la competitividad en 2018. El papel del Estado se limita a ser el de acompañante del sector privado, dejando a éste toda la iniciativa. No obstante, en España no ocurre lo mismo. Se advierte una elevada injerencia gubernamental en la economía privada que va perdiendo su grado de pureza por el exceso de involucración del Estado.
Todo está demasiado regulado. Además, el Estado español no estimula ni promueve sectores innovadores. Y acá están los resultados: España en 2018 aparece en el puesto 36º del ranking de competitividad, versus el 34º del año 2016. Marcha atrás. Esto quiere decir que estamos situados al mismo nivel que países como Kazajistán, Eslovenia, Arabia Saudí, Letonia, Chipre y, como consuelo, Italia. Como factores que miden la competitividad computan la situación de la economía qué en España, en principio, es buena para crecer e invertir; la eficiencia del sector público, donde dejamos mucho que desear; la eficiencia también en este caso del sector privado que pese a sus propias debilidades se resiente de ese intervencionismo al que aludíamos, y la calidad de las infraestructuras que no es mala si bien empeora, pero en donde a efectos del ranking de competitividad se incluye la educación. Y aquí sí tenemos un serio problema.
Porque el buen talento que formamos, por ejemplo, ingenieros, se ve forzado a emigrar ante la falta de oportunidades laborales y profesionales en España. Volvemos a la consabida consideración de nuestro modelo productivo. Con el actual, basado primordialmente en servicios y en gran parte de bajo valor añadido, no vamos a prosperar y nos emperramos en formar a universitarios que desencajan y no se acoplan a un mundo laboral vigente en España que está por debajo de las expectativas de nuestros estudiantes a la vez que hemos renegado por activa y pasiva de la formación profesional. Por consiguiente, España tiene que formar a otro tipo de talento acorde con su actual modelo productivo. Sin embargo, de seguir en la actual línea de sectores económicos la prosperidad se irá desvaneciendo.