Si tu hijo hace esto podrías no estar haciéndolo bien: los síntomas más claros de un niño hiper protegido
Un profesor explica las claves para saber si un niño tiene exceso de protección
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A muchos colegios les empieza a ocurrir lo mismo: niños que, aun estando en Primaria, no pueden mantener la atención durante seis horas seguidas, que se cansan antes de terminar una película o que directamente no encuentran palabras para explicar qué les pasa. La escena se repite cada vez con más frecuencia y alerta a docentes que llevan años viendo cómo se transforman las aulas. Entre ellos, Ferran Riera, director de la Escola Llissach de Santpedor (Barcelona), que ya ha tenido que sacar a algunos alumnos del aula para que ayuden en la cocina, jueguen con niños más pequeños o pasen un rato en el huerto antes de volver a clase.
No es un castigo. Es un respiro. Después de 27 años dando clase, Riera tiene claro que el trabajo manual reduce el malestar emocional que hoy arrastran muchos estudiantes. Cuando se sienten útiles, dice, se serenan. Es como si ese ruido constante que llevan dentro se apagara por un momento. Y lo preocupante es que este malestar no viene de familias sin recursos ni situaciones complicadas: aparece, sobre todo, en hogares acomodados, con padres con estudios universitarios y, en teoría, todas las oportunidades a su alcance. El director no lo atribuye a un único motivo, pero sí habla de un patrón que cada vez se repite más: hijos extremadamente cuidados en lo material pero poco preparados para afrontar el esfuerzo, la espera o la frustración. Una mezcla peligrosa en un contexto donde las autolesiones, los problemas alimentarios y las adicciones tecnológicas se han disparado hasta triplicarse en algunos cursos.
Síntomas que alertan de un niño hiper protegido
Los profesores empiezan a ver señales muy parecidas entre ellos: falta de vocabulario para expresar lo que sienten, incapacidad para enfrentarse a un problema sin venirse abajo, una especie de agotamiento permanente incluso ante retos pequeños. Riera habla de jóvenes centrados en sí mismos, que se sienten solos pese a vivir rodeados de estímulos, redes sociales y actividad constante. Una soledad que no tiene que ver con estar aislado, sino con no tener vínculos reales, no saber relacionarse o no haber aprendido a poner palabras al propio malestar.
La incapacidad para la frustración aparece casi siempre. Les cuesta esperar, les cuesta equivocarse, y cualquier error se vive como una derrota personal. A eso se suma una sensación de estar siempre bajo juicio, ya sea por adultos o por sus iguales. En un mundo donde todo es inmediato, útil y rápido, muchos niños han perdido la capacidad de detenerse, pensar o tolerar el silencio. Y todo ese cóctel, señala Riera, se agrava con un lenguaje empobrecido que impide reflexionar sobre uno mismo. No es solo cuestión de pantallas: si no se educa en el lenguaje, no se educa en el pensamiento.
¿Qué están haciendo mal los padres?
Riera insiste en que no se trata de culpabilizar a nadie. La intención de la mayoría de padres es buena: evitar que sus hijos sufran. Pero en esa protección constante hay un efecto secundario que nadie quiere ver. «En la práctica» explica para El mundo, «eliminamos los obstáculos antes de que ellos aprendan a sortearlos”. Y esa retirada sistemática del esfuerzo, del conflicto, del dolor propio del crecimiento, está dejando a muchos jóvenes sin herramientas para afrontar lo real.
El director compara los síntomas de un hijo hiper protegido con los de un niño que ha crecido sin apoyo. La similitud, asegura, es mayor de lo que creemos: dependencia emocional elevada, escasa tolerancia a los límites, dificultad para mantener la calma. En ambos casos, la vida no se ha enseñado de forma gradual. Se ha impuesto de golpe.
El valor del trabajo manual en una generación que vive en lo inmediato
En medio de esta realidad, muchos jóvenes empiezan a pedir, sin decirlo, experiencias más reales. Hacer algo con las manos, crear, ensuciarse, seguir un proceso que exige esfuerzo y no recompensa inmediata. Riera defiende los oficios con un argumento muy simple: «las manos enseñan a pensar».
Y no es una metáfora. Cuando un alumno cocina, trabaja la tierra o arregla algo, se conecta con el mundo de una forma diferente. Se siente útil, ve un resultado concreto, recupera el vínculo con el esfuerzo. Es pedagógico y es terapéutico. No extraña que reivindique la figura del aprendiz y la del maestro: una relación directa, personalizada, donde alguien transmite mucho más que una técnica.
Con esta idea en mente, su fundación, Tots Fundació, está levantando un proyecto singular: la Central de los Oficios, una casa-taller en Osona que empezará en 2027. Allí formarán a jóvenes que están a punto de abandonar los estudios o ya muestran conductas de riesgo. Habrá carpintería, jardinería, restauración, herrería, lampistería o calderería.
Un problema que también nace de cómo educamos hoy
La dificultad para asumir sacrificios o perseguir objetivos a largo plazo no es casualidad. Según Riera, hay un modelo educativo (refuerce o no esa intención) que ha ido alejando a los jóvenes del conocimiento profundo y los ha empujado hacia un sistema centrado en competencias rápidas, utilitaristas y poco conectadas con la realidad. Algo que, en su opinión, se ha visto con la Ley Celaá, especialmente marcada en Cataluña, donde lo que importa ya no es la verdad, sino cómo uno siente las cosas. Ese cambio ha dejado a muchos jóvenes sin referentes claros, sin un guía real, sin ese acompañamiento que antes estructuraba el aprendizaje.
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