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Alimentación Infantil

Los pediatras lo confirman: la estrategia de alimentación intuitiva para enseñar a los niños a escuchar su hambre

Cuando se trata de alimentación infantil, generalmente los padres se centran en lo que comen los niños y la cantidad de cada ración. Pero lo cierto es que los pediatras y expertos señalan que es igual de importante, enseñar a los niños a escuchar su cuerpo. De este modo, si los niños saben cómo reconocer el hambre y la saciedad desde pequeños van a poder marcar la diferencia entre comer por necesidad o por costumbre.

Y es ahí donde entra la llamada alimentación intuitiva, un enfoque que cada vez cuenta con más defensores entre pediatras y nutricionistas. En el fondo, se trata de algo tan sencillo, pero que a la vez puede ser muy relevante, como ayudar a los niños a reconocer las señales de su propio cuerpo. Es decir, que los niños sepan cuándo tienen hambre, cuándo están saciados y poder decidir en consecuencia, sin presiones ni premios. Desde el portal Ser Padres explican que no se trata de dejarles hacer lo que quieran, sino de enseñarles a confiar en sí mismos. Para los adultos supone un cambio importante: observar más, controlar menos y tener paciencia. Cuando esa confianza se construye, la mesa deja de ser un campo de batalla y se convierte en un espacio tranquilo, de conversación y respeto.

La alimentación intuitiva para enseñar a los niños a escuchar su hambre

La alimentación receptiva y la alimentación intuitiva son dos caras de la misma moneda. Ambas promueven una relación sana entre adultos y niños en torno a la comida. La primera se centra en responder a las señales del niño con empatía; la segunda, en enseñarle a escucharlas y respetarlas.

Como podemos leer en Ser Padres, la nutricionista y terapeuta Ellyn Satter propuso hace años su modelo División de Responsabilidad en la Alimentación (sDOR). Según esta idea, los adultos deciden el qué, cuándo y dónde de las comidas, y los niños el si y el cuánto. Puede parecer simple, pero cambia por completo el tono en la mesa: menos órdenes, menos castigos y más confianza.

Las investigaciones más recientes apuntan en la misma dirección. Cuando los padres dejan de usar la comida como premio o castigo, los niños aprenden a comer de manera más tranquila y equilibrada. Se autorregulan mejor, reconocen cuándo tienen suficiente y evitan recurrir a la comida por aburrimiento o ansiedad. Al fin y al cabo, de eso se trata: de que disfruten de comer sin miedo, sin culpa y sin presiones.

Cómo aplicarlo en el día a día

En la práctica, todo empieza con pequeños gestos. Frases como «Aquí tienes comida saludable, tú decides cuánto quieres» cambian el ambiente. Le dicen al niño que tiene voz y que se confía en él. Otra opción es preguntar «¿Cómo está tu hambre ahora? ¿Mucha o poca?». Nombrar lo que siente le ayuda a identificarlo.

Y sí, también toca evitar frases de las de toda la vida: «no te levantes hasta que termines», «come todo», o «tienes que comer porque es la hora». Detrás de esas órdenes hay cariño, pero también el riesgo de desconectarlo de su sensación interna. Si come por obediencia, deja de escuchar a su cuerpo.

Tampoco se trata de dar libertad total. Los niños necesitan estructura: horarios, entornos tranquilos y rutinas predecibles. Saber que hay momentos para comer y otros para jugar les da seguridad. Y por supuesto, el ejemplo cuenta más que cualquier discurso. Si te ven decir «ya estoy lleno, no necesito más», aprenderán que parar no es algo malo, sino natural.

Cambia el foco: del «cuánto come» al «cómo come»

Un cambio sencillo pero poderoso es dejar de contar bocados y empezar a observar. ¿Come despacio? ¿Hace pausas? ¿Empieza a jugar con la comida? Todo eso comunica algo sobre su nivel de hambre o saciedad. No hace falta corregir, basta con acompañar.

Comer juntos sin pantallas ayuda también. En esas comidas compartidas se aprende más que en cualquier charla sobre nutrición. Los niños copian gestos, tonos, actitudes. Y si el adulto está relajado, ellos también lo estarán.

Los beneficios que trae esta forma de educar en la mesa

Cuando las comidas dejan de ser una lucha, cambian muchas cosas. Se reducen los conflictos, mejora el ambiente familiar y el niño gana confianza. Aprende que su cuerpo sabe, y esa sensación de control propio es una base enorme para su desarrollo emocional.

A largo plazo, los beneficios van más allá de la comida. Se forman hábitos sostenibles, sin miedo ni culpa, y se reduce el riesgo de comer por ansiedad o aburrimiento. Los estudios apuntan a que esta crianza alimentaria protege frente a la obesidad y los trastornos de la conducta alimentaria en la adolescencia.

Y, sobre todo, devuelve el placer a la mesa. Comer vuelve a ser un momento de conexión, no de tensión. Porque al final, educar en alimentación no consiste en contar calorías ni raciones, sino en enseñar a escuchar al cuerpo y respetarlo.