Exposición ‘Inèdit’ de Luis Maraver en el espacio de la antigua galería Altair en Palma

Una exposición extraordinaria -ya lo manifiesto de entrada, pues para qué andarse con rodeos- de obra que reposaba en los almacenes mallorquines del taller de Luis Maraver (La Puebla del Río, Sevilla, 1957) y que ha seleccionado el propio artista, que se puede decir que ha hecho de comisario, es la que se puede disfrutar, al menos hasta fin de año, en el local de la calle San Jaime de Palma en el que antes se ubicaba la galería Altair. Digo que ha desempeñado una función de comisario porque en esta ocasión no existe galerista ni persona interpuesta entre el artista y el público, dado que ya no se trata de una galería, sino de un espacio que pronto pasará a formar parte de la residencia del empresario que ha adquirido el edificio. Las relaciones entre Maraver y el nuevo propietario se fraguaron en torno a la exposición de la gran muestra de más de cien artistas que contribuyeron con una obra para la ONG Llevant en Marxa, inaugurada allí en el pasado mes de septiembre.

La obra que ahora se exhibe, inédita como el mismo título de la muestra indica, corresponde a un período amplio de 25 años en la larga trayectoria de Luis Maraver. Se trata de lienzos tratados con óleos, acrílicos y pigmentaciones matéricas, así como conjuntos de acuarelas sobre papel de bellísima factura, elaboradas a lo largo de los múltiples viajes del artista por el continente africano y Asia. En ellos Maraver siempre porta un cuaderno de dibujo, lápices y acuarelas, y la inmediatez y la asunción del instante mágico se materializan en cada uno de los dibujos y aguadas.

Lo que impresiona en la exposición, aparte del enorme lienzo de cuatro metros y medio de ancho por tres metros y medio de alto de una pirámide de Egipto bajo el título de Enigma, de la que luego hablaré, es la magia y maestría con la que trata los paisajes, sobre todo los campos roturados del Mediterráneo. Esos surcos recuerdan a los de Kiefer, sólo que en el caso del alemán representan la terrible huella de la guerra, el hambre y la soledad del invierno final, una ausencia total de vida, y en el caso de Luis Maraver, con su formalización terrosa, matérica, nos retrotraen a la esperanza en la nueva cosecha que debe abrirse paso en un mundo donde el calor del sol organiza los sentimientos y los destinos.

Son imágenes que trascienden la mera representación de la realidad y adquieren ese sentido icónico que, como se sabe, es uno de los puntales sobre los que el hombre ha construido el fenómeno artístico desde la antigüedad remota de la pintura rupestre en cuevas y la significación de un trozo de madera o de piedra como tótem.

Algo que está más allá de la mera reproducción de una toma visual o plástica del mundo reposa bajo las capas de pintura de una verdadera obra de arte, como las que aquí estamos refiriendo. Algo misterioso y sagrado, icono y símbolo, cofre que esconde lo que la ciencia no puede analizar ni explicar.

La obra gigantesca Enigma nos remite a los grandes lienzos del Renacimiento, como por ejemplo ocurre con los del Palazzo Ducale de los Gonzaga en Mantua, obras que han sido concebidas de partida para un espacio no doméstico y que de por sí invita a la entrega del espíritu del espectador a una disposición espiritual de elevación interior hacia la belleza y la inmanencia, una suerte de experiencia profunda con lo que permanece al otro lado de la vida aparente, de una realidad que pocas veces deja ver más allá de su superficie acrisolada.

De las acuarelas y pequeñas pinturas en papel ya he comentado su sutileza, su sugestiva economía de recursos que no por ello evita que la obra alcance un enorme poder de sugestión. Joyas en formato discreto y colores cálidos.

En definitiva, una ocasión excepcional de disfrutar de la madurez de un artista en plena posesión de una voz propia, plasmada en una obra atractiva al máximo, y que despierta en el espectador el deseo de ahondar en la experiencia artística como base del enriquecimiento personal más depurado.