Dos rupturas trascendentes y un solista de postín

A la espera del inicio del Festival de Pollença, el próximo 5 de agosto, las citas en Bellver con la Orquestra Simfònica de les Illes Balears (OSIB) son el referente dominante y más teniendo en cuenta que los principales teatros (Auditórium y Principal) están cerrados por vacaciones. Puesto en ello, me permitiré la subjetividad de afirmar que el concierto de la OSIB del jueves 13 reunía suficientes alicientes para convertirse en el más esperado del ciclo Estius Simfònics. Tanto por el programa como por el solista invitado.

En efecto, el programa nos introducía interesantes novedades, empezando por el Concierto de violonchelo de Schumann (1850) definido por el autor como «pieza concertante» en la que además explora el cello al máximo –él mismo lo aprendió a tocar en su niñez- pero sin incluir pasajes escritos para el subrayado de la habilidad técnica del solista, porque «no puedo escribir un concierto para el virtuoso. Debo intentar algo más».

En cuanto a la Sinfonía número 7 de Beethoven (1812) se dice que es una pieza totalmente abstracta y absolutamente sinfónica. Es más, se desmarca de la convención estilística imperante desde Haydn y Mozart, señalando el camino del romanticismo. Dos rupturas trascendentes en la misma velada, lo que unido al solista de postín garantizaba vivir momentos sobresalientes.

El protagonista indiscutible iba a ser el joven austroiraní Kian Soltani, que había comenzado a despuntar como figura emergente el 2013 al ganar el Concurso Internacional de Violonchelo de Helsinki y cinco años después artista exclusivo del prestigioso sello Deutsche Grammophon. El público de la isla ya le conocía al intervenir en un concierto de abono de la OSIB, aunque esta vez nos llegaba encumbrado como un solista de proyección mundial, como lo prueba su agenda para la temporada 2022-2023.

El concierto de Schumann no fue bien acogido en su época hasta el punto de caer prácticamente en el olvido durante medio siglo, hasta que el gran Pau Casals lo rescató a inicios del siglo XX y hoy es una pieza habitual en los conciertos sinfónicos, especialmente querida por los chelistas. Quiero pensar que su principal atractivo es precisamente la exploración minuciosa que hace Schumann del instrumento, primando la ausencia de reclamarle al solista la exhibición de técnica y virtuosismo, lo que permite al intérprete sumergirse en la partitura libre de ataduras y bien dispuesto a mostrarnos su personalidad artística, con el valor añadido de que Schumann aborrecía los aplausos entre movimientos, razón por la cual no hay interrupciones entre las partes y permitiendo así que el intérprete se deja llevar por sus propias sensaciones, que en el caso de Soltani se traduce en una sincronización de las sensaciones que le embargan y su traslado inmediato a las cuerdas.

Era tal su maestría, su sensibilidad, esa fusión perfecta con el instrumento, que nadie diría que estemos hablando de un joven de 31 años, muestra más que suficiente para comprender su pronta llegada a lo más alto, al olimpo.
Pero también parte del público acudía a la llamada de La Séptima porque muchos son los que consideran esta sinfonía la mejor de Beethoven y así es probablemente porque su carácter abstracto en realidad es la manera de exhibir su estilo sinfónico abierto en canal.

Toda su sonoridad es genuina, es Beethoven en estado puro, tanto, que esa fidelidad a sí mismo señalará el camino del romanticismo, dándole una nueva formulación al sinfonismo, y no es de extrañar que la obra volviese a ser interpretada a petición popular solo cuatro días después de su estreno en Viena, el 8 de diciembre de 1813.

También es cierto que se corresponde con un período especialmente vital del compositor y marcado además por los acontecimientos históricos en el inicio del siglo XIX.