Jorge Bustos: «No hace falta ir a Gaza o Ucrania para ver el dolor»
'Casi. Una crónica del desamparo' hace visible, pone nombre y cuenta la historia de usuarios del Centro de Acogida San Isidro de Madrid para personas sin hogar
"Nadie está blindado contra la desgracia. Podríamos ser cualquiera de nosotros. Lo que más les duele es la reclusión verbal. Lo que más agradecen, una conversación"
"La calle los destroza. La dignidad de los más pobres entre los pobres no importa a nadie porque no da votos"
«No hace falta ir a Gaza o a Ucrania para ver el dolor». Lo cuenta el periodista Jorge Bustos, que, en su nuevo libro, se ha adentrado en el mundo de las personas sin hogar. Casi. Una crónica del desamparo nace de la casualidad de una mudanza al barrio madrileño donde se encuentra el Centro de Acogida San Isidro (CASI). Y nace del sentimiento de rechazo que el autor confiesa, como el de la mayoría de la sociedad, siente al inicio hacia esas personas, que son sus nuevos vecinos.
La curiosidad periodística de Jorge Bustos hace el resto para descubrir las historias que hay detrás de cada una de ellas y acercarse con otra mirada para hacerlas visibles y darse cuenta de que «nadie está blindado contra la desgracia» -dice Jorge Bustos- y que «podríamos ser cualquiera de nosotros». Inmigrantes de pateras o llegados en los bajos de un camión, ex combatientes de los Balcanes o perseguidos de las maras salvadoreñas componen la geografía del CASI bajo el cuidado vocacional de las Hijas de la Caridad y los trabajadores sociales. Pero también, advierte Jorge Bustos, arquitectos, abogados, toreros o periodistas licenciados, por ejemplo, en la prestigiosa Universidad de Navarra («uno firmaba en El Mundo y en El País») que tuvieron una vida convencional y exitosa hasta que algo se quebró y terminaron «en el desamparo».
«La calle los destroza», certifica Jorge Bustos. «Lo que más les duele es la reclusión verbal. Lo que más agradecen, una conversación». Jorge Bustos se aleja de la compasión o la pena y termina, después de un año de investigación, visitas, charlas y hasta excursiones con ellos, aprendiendo «a tratarlos con naturalidad, como iguales». En el libro, dice el autor, «no hay condescendencia»: «No quería un libro lacrimógeno».
«Estoy tan cerca que no me ves», reza la pancarta de una manifestación de personas sin hogar en la Gran Vía de Madrid a la que asisten cero periodistas salvo el autor: «Yo estaba allí por el libro. Ni siquiera mi medio iba a publicar nada. La dignidad de los más pobres entre los pobres no interesa. No da votos».
PREGUNTA.- ¿Por qué el título?
RESPUESTA.- Es el acrónimo del Centro de Acogida San Isidro de personas sin hogar. Es el más grande y el más antiguo de España. Pero CASI es también el adverbio de cantidad. Quería jugar con el doble sentido. A las personas sin hogar tendemos a mirarlas como si fueran casi ciudadanos, casi personas. O como si hubieran dejado de serlo porque viven en el límite. El adverbio casi alude al límite. Viven en el límite de su propia existencia.
P.- El libro surge por algo casual: una mudanza.
R.- Nunca pensé escribir un libro así. En febrero del 21 me mudo a Príncipe Pío y empiezo a tropezarme por la calle con los usuarios de ese centro de acogida. Son 300 hombres y mujeres. Se quedaban a veces dormidos en mi portal o caían casi inconscientes por borracheras. Al final, el trato con ellos era cotidiano. Un día pensé que merecían otra mirada. Y de ese cambio nace el libro.
P.- ¿Cuál fue el primer sentimiento hacia ellos?
R.- Rechazo. Incluso, asco. Me avergüenza, pero debo confesarlo. Le pasa a mucha gente. Son personas sin aspecto atractivo, problemáticas, que huelen mal, beben mucho… Esa definición de aporofobia de Adela Cortina: el rechazo a personas de las que sólo cabe esperar problemas. Fui superando ese rechazo inicial. El rechazo es un motor periodístico muy importante y dice mucho de nosotros. Decidí dedicar un año a investigar eso que me generaba, al principio, rechazo y que me hacía preguntarme a qué barrio me había mudado.
P.- ¿Qué personas e historias has encontrado en el CASI?
R.- Son vidas increíbles. Inmigrantes huyendo de sus países y que no han encontrado trabajo o casa. Luego hay otras personas, quizá un 15%, que son licenciados que han tenido unas carreras incluso exitosas, profesionales liberales, abogados, con chalé en Majadahonda, mujer, hijos… pero que se dieron al alcohol o a las drogas o cayeron en la ludopatía. Un mal divorcio, un despido, un desahucio y acaban en la calle después de horadar toda su red de seguridad de amigos y familiares. En la calle, poco a poco, te vas deteriorando física y mentalmente a una gran velocidad y acabas renunciando, incluso, a comunicarte. Pero cuando rascas un poco, superas esa barrera de desconfianza y te cuentan sus vidas, que es el ejercicio que hago en el libro, descubres que te podría haber pasado a ti. No estamos blindados contra la desgracia por más que nos sintamos muy seguros y hayamos conquistado una posición. Uno era torero y le dio la alternativa a Ortega Cano en Las Ventas. Otro fue chef del Atlético de Madrid, otro arquitecto, otro periodista. Hay varios periodistas: un licenciado en la Universidad de Navarra, otro que había firmado en El Mundo y en El País. Personas con vidas convencionales, que han acabado en la calle. Te ayuda a empatizar con su desgracia, relativizar tus problemas y darte cuenta de que nuestra seguridad muchas veces es ficticia.
P.- ¿Y llega el desamparo?
R.- Sí. Y te quedas en la calle. Y un año en la calle es como diez fuera.
P.- ¿Por qué hay muchos más hombres sin hogar que mujeres?
R.- Los hombres asumen más riesgos en todos los órdenes. Seguramente es algo genético que tenga que ver con la testosterona y con nuestra evolución como especie. Las mujeres son más conservadoras. Tienen una prudencia natural. Cada vez hay más mujeres que acaban en la calle, pero es verdad que es un problema que se ceba especialmente con los hombres, que se drogan más, beben más e incurren en situaciones de riesgo.
P.- ¿Para las mujeres es más duro? ¿Hay violaciones?
R.- Sí. Tremendas y constantes. Todas las mujeres que se han quedado en la calle han pasado, no una sino muchas veces, por vejaciones y agresiones sexuales de todo tipo. Por eso, el Ayuntamiento de Madrid y las administraciones tienen programas de intervención rápida para sacarlas cuanto antes. Porque, además, son más reinsertables.
P.- La foto de la portada es magnífica. Relatas la manifestación del Día de las Personas Sin Hogar. Te llama la atención una pancarta: «Estoy tan cerca que no me ves».
R.- La portada es una fotografía fantástica en un psiquiátrico de Francia. Los centros de acogida como el CASI se están convirtiendo en psiquiátricos porque acabas en la calle muchas veces por una enfermedad mental o desarrollas la enfermedad mental por quedarte en la calle. La calle te destroza cerebralmente. Y sí, la pancarta me llamó la atención porque es gente que está luchando por la visibilidad. Muchas veces te dicen que lo peor no fue quedarse en la ruina, perder su casa o no tenerla, sino convertirse en un bulto callejero ante el que la gente acelera el paso o no dice ni buenos días. Lo que más les duele es la reclusión verbal en la que viven. Lo que más agradecen es establecer una conversación. Les ayuda a creer que no han perdido del todo la dignidad; o sea, el lenguaje. A nivel ontológico, el lenguaje es lo que mantiene la dignidad humana. Lo que no corta del todo nuestros lazos con los semejantes es la capacidad de comunicarnos con ellos. Y estas personas muchas veces los pierden. Pierden su último asidero, que es la comunicación con los demás.
P.- Eres el único periodista en esa manifestación y ni tu medio sacará la noticia.
R.- Así es. Era el día que se aprobaban los presupuestos en el Ayuntamiento y yo fui sólo para el libro. En el CASI hay ex combatientes de los Balcanes, gente que ha huido de las FARC o de las maras salvadoreñas, mujeres, licenciados, gente que ha llegado cruzando el Estrecho en patera y, luego, agarrado ocho horas a los bajos de un camión hasta Madrid. Todos ellos tienen experiencias traumáticas propias de escenarios de guerra. Casi te sientes un corresponsal de guerra a 600 metros de casa. Sus historias están allí para quien las quiera escuchar.
P.- Pero no dan votos…
R.- No dan votos y no tienen atención mediática salvo cuando queman a alguno bajo un puente, un turista borracho les patea, se pelean entre ellos o llega la campaña del frío y se piden mantas y comida a través de la prensa. Los periodistas estamos siempre poniendo el foco sobre algunas causas y es bueno: la homofobia, la xenofobia… Pero la lucha por la dignidad de los más pobres entre los pobres no importa a nadie porque no da votos. Una alcaldesa de una ciudad importante me contó que había invertido 4 millones en reformar el albergue municipal porque se caía a pedazos, que ella sabía que eso no tenía retorno político en votos y que podría haber empleado esos 4 millones en algo que le rentara más políticamente, pero que entendía que era una necesidad. Ese es el drama. Las personas sin hogar no importan a nadie; ni siquiera a los más activistas entre nuestros compañeros de profesión que siempre están poniendo el foco en las víctimas de muchos tipos. Estas personas, que son las víctimas absolutas, no tienen quien les escriba.
P.- ¿Corren el peligro de la cronificación?
R.- Sí. Es la paradoja de la asistencia. Algunos llevan 15 años viviendo en el CASI. Eso no es lo ideal. Los trabajadores sociales lo llaman “institucionalización”. Estas personas generan un vínculo brutal y se enganchan a sus trabajadores sociales. Cuando una persona que ha perdido todos sus vínculos humanos y ha sufrido agresiones y violencia, es rescatada por el SAMUR, que le da un techo, comida caliente, atención, amistad… es la primera vez, en muchos años, que es persona siente que alguien se ocupa desinteresadamente de él. Se quedan también por la comodidad de vivir en un sitio donde tienen cuatro comidas diarias, talleres de actividades, excursiones, atención médica… Entonces ya no quieren salir de ahí. Lo ideal sería que estos centros no existieran para conquistar la autonomía suficiente, reinsertarse, vivir en una casa, en un piso tutelado al principio, y, luego, encontrar un trabajo. Lo ideal es que pases un tiempo, una etapa, para reconstruirte y salir a ganarte la vida otra vez.
P.- En el centro de acogida encuentran una familia…
R.- En muchos casos, su familia es el CASI. Y es frustrante para los trabajadores sociales porque, por un lado, les quieren y agradecen ese afecto, pero, por otro, quieren que recuperen su autoestima y desarrollen su autonomía para salir del centro.
P.- ¿Es el miedo a volver a la soledad y al desamparo?
R.- Sí.
P.- ¿Qué has aprendido de ellos?
R.- A veces uno piensa que todo lo bueno de la vida es gracias a su esfuerzo, méritos, trabajo. Pero también influye la suerte, la herencia, la familia, el lugar donde has nacido. He aprendido a ser humilde, a no quejarme, a jerarquizar los problemas, a relativizarlos, a darte cuenta de que la conciencia de la fragilidad nos hace mejores personas. El libro no busca la conversión de nadie, pero sí otra mirada para ser conscientes de que no hace falta irse a Gaza o a Ucrania para ver el dolor. Lo tienes muy cerca, en tu barrio. Simplemente ser consciente de que existe y tener una mirada de empatía hacia esas personas que lo han perdido todo, nos ayuda a ser más justos en nuestros juicios. Yo me gano la vida opinando. Me pagan por eso. Pero después de esta experiencia, como me decía la doctora Marnye, que trabaja allí, he aprendido a no juzgar a los demás. Voy a seguir haciéndolo, sobre todo con los poderosos, pero siendo más magnánimo con los débiles.
P.- ¿Y has descubierto algo de ti mismo con ellos?
R.- Descubrí la barrera que tenemos a nuestro alrededor para que no nos toque el sufrimiento. Todos vamos a sufrir en nuestra vida. Pero vamos por la vida intentando sortear el dolor. La muerte la tenemos sacada fuera de la conversación pública y los cementerios se han convertido en tanatorios, que son casi bares minimalistas. No queremos mirar el dolor, la desgracia, la muerte o la enfermedad a la cara. Me ha ayudado a relativizar cosas a las que damos dobles páginas, portadas y espacios de radio y televisión, y a tener una visión más matizada de los verdaderos problemas.
P.- Te llama la atención el personaje de Lucía, que dice: «La ruina puede destruirte, pero no derrotarte».
R.- Es una frase de Hemingway. A Lucía la conocí en una excursión a la Pradera de San Isidro. Tenía un discurso tan elaborado, una cultura tan amplia y estaba bien, sin ninguna adicción. Yo pensaba por qué terminó allí. Lucía fue joyera, se arruinó en la pandemia, no tenía familia o red de amigos y se quedó en la calle. Pero en vez de hacer un discurso amargo y maldecir su destino, agradecía a los servicios sociales que le hubieran acogido en el CASI rodeado de gente muy problemática. Porque tampoco hay que idealizar a las personas sin hogar. Algunos se comportan como verdaderos criminales. Pero Lucía estaba agradecida de poder haber estado un tiempo. Ahora se va a un piso tutelado. Me puso muy contento.
P.- Hacéis una visita al Cementerio de San Isidro y Lucía dice: «Mi cuerpo será destruido. Acabará en cualquier parte». ¿Piensan en la muerte?
R.- La tienen muy presente porque conviven con ella. Viven en el límite. En el CASI hay fallecimientos. Algunos salen para los pisos o porque han mejorado y otros no vuelven y no se sabe dónde han acabado. Y esto es una noticia recurrente. Tienen una familiaridad con la muerte, seguramente excesiva, fruto de sus circunstancias. Lucía tenía un discurso perfectamente consciente de lo que era la muerte. Llegamos a la tumba de José Antonio Primo de Rivera. Les sorprendió que fuera tan austera porque, con ese apellido, pensaban que iba a ser un gran mausoleo. Al lado había una losa vacía también de la familia Primo de Rivera. Y entonces empezaron a preguntarse de forma natural dónde acabarían cada uno de ellos. Hay un reportaje maravilloso de Televisión Española de 1991, cuando Televisión Española hacía reportajes maravillosos si se me permite la maldad, que se llama El caso 112 sobre una mujer que murió en la plaza de Callao alcoholizada y la tuvieron que enterrar con ese número porque no sabían ni su nombre. Indagaron y descubrieron que había sido, casi, una estrella de la tele y del cine, doble de Brigitte Bardot y Claudia Cardinale. Había trabajado con Paco Rabal, rejoneadora de éxito en los 60. Acabó alcoholizada y muerta sin que a nadie le importara. Esas son las historias que te encuentras. Y están ahí para quien quiera mirar.
P.- ¿Qué te dicen cuando te ven ahora por el barrio?
R.- Han empezado a leer el libro porque hay varios en la biblioteca al alcance de todos. Me dan las gracias por la visibilidad. Han ido televisiones y radios a hacerles reportajes. Es la mayor gratificación a la que podía aspirar.
P.- Esto empezó sintiendo rechazo. ¿Has sentido pena o compasión?
R.- La compasión es un sentimiento ambiguo y peligroso, que te coloca en un plano de superioridad respecto al compadecido. Y en la expresión tan castellana de dar pena hay un estigma. Me parecía complicado hablar de misericordia, piedad o compasión. Me preocupaba que el libro tuviera una mirada paternalista hacia las personas sin hogar. Lo que hice fue fijarme en cómo los tratan los trabajadores sociales. Lo hacen con una naturalidad desarmante. Bromean, les vacilan. Les tratan como a iguales. No hay condescendencia. Yo tenía que trasladar esa mirada para que no fuera un libro lacrimógeno ni compasivo en el peor de los sentidos.
P.- Me llama la atención la cita final de Unamuno: «Vive de tal manera que tu muerte sea una injusticia».
R.- Unamuno reformula y simplifica el imperativo categórico de Kant: «Vive de tal manera que tu ética pueda convertirse en ley universal». Yo creo que esas son las vidas de los trabajadores sociales, de Sor María Antonia, de las Hijas de la Caridad, de Maribel la directora, de los funcionarios que trabajan allí. No lo hacen por un sueldo. Lo hacen por vocación de servicio. Su muerte sería una injusticia. Es la gente verdaderamente indispensable. Nosotros entramos y salimos, pero ellos están todos los días allí dedicando 24 horas a los más pobres entre los pobres.
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