Opinión

Urtasun y el trabajo de ministro

  • Carla de la Lá
  • Escritora, periodista y profesora de la Universidad San Pablo CEU. Directora de la agencia Globe Comunicación en Madrid. Escribo sobre política y estilo de vida.

A pesar de sus privilegios reconozcamos que hay patetismo en el trabajo de los ministros… Sus miserias, me recuerdan, en cierto modo, a mi época trabajando por cuenta ajena. Y me comprenderán los que hayan vivido el aquelarre de mails, sobre todo en la multinacional, con tantas personas en copia como las que han de ganarse el pan y mostrar en todo momento que no son prescindibles…

Esos mails donde un problema insignificante con una solución evidente se convierte en una ballena de parto donde todo el mundo quiere meter sus fórceps, donde todo el mundo responde sugiriendo un cambio absurdo y que, sin remedio, desembocan en iniciativas prescindibles, carísimas y en muchos casos perniciosas…

En efecto, en esta absurda orquesta, como en el Gobierno que nos ocupa (y tantos otros) cada participante siente la imperiosa necesidad de aportar lo suyo para justificar su existencia ante los ojos vigilantes. «Mire, he añadido una coma aquí. ¿Ven? ¡Indispensable!».

Así es la actividad de los ministros, especialmente en el inmenso aparato del Gobierno de Sánchez, que es mayor que la corte de Luis XIV y está más hipertrofiada que los labios de Donatella Versace. ¿Recuerdan el comité de espectros de Sanchez e Illa?

Proyectos que nadie necesitó y que pocos aplicarán, pero que serán defendidos con la pasión de un poeta romántico hasta que los presupuestos se desborden y estallen. Sabiendo todos que el verdadero trabajo se hace en los breves momentos de lucidez donde alguien, por fin, decide hacer lo obvio.

Y luego que, como bien dijo Carlos Rodríguez Braun, el mejor amigo del hombre (y de la mujer) es el chivo expiatorio. Y yo añadiría que en el caso de ciertos políticos y gobiernos el aserto se transforma en ley de la física. Mención especial a nuestro ex ministro Garzón, por no hablar de Irene Montero.. que ya es historia pop de este país como Paco Clavel.

Con respecto a las salidas artificiosas de Urtasun, yo, mátenme, también estoy en contra de la tauromaquia, adoradora de los animales… (Y de las plantas). Y lo vivo como un test proyectivo: la gente trata a los animales como se trata a sí misma, con la misma afición o crueldad de la que son capaces para sí. Yo adoro, amigos míos, a todos los animales salvajes o domésticos descontando a Sánchez. (Y eso que el verbo adorar ha quedado prohibido si una no es influencer de las de nariz recauchutada, secadora brillante, feed unitono y cabello aún más brillante).

Insisto, la ternura con los animales dice mucho de nosotros los humanos, y su ausencia más aún. Y opino, disculpen todos mis amigos taurinos, que mientras quede un pueblo donde la gente se divierta dañando animales, no podemos hablar de inteligencia, ni de evolución, ni de derechos, ni de futuro, ni de pasado, ni de democracia, ni de humanidad, ni de sexo, ni de belleza, ni de política, ni del heteropatriarcado, ni de arte, ni de paternidad responsable, ni de madurez, ni de estética, ni de norte, ni de sur, ni del aire que respiro, ni de mayos calurosos, ni de nueva cocina, ni de IA, ni de Cataluña, ni de la Constitución, ni de amor… Sólo de orfandad, de vacío y de banalidad (la de Hanna Arendt, la de La zona de Interés).

Ya sé, ¡ya sé!, que las corridas de toros son una forma de mantener bajo control las poblaciones de toros de lidia y que estos animales viven una vida mejor hasta su muerte en la plaza. Ya sé que son parte de la biodiversidad.

Y que maltrato animal también es llevar al perro a un centro comercial en un carro de bebé.

El concepto de maltrato animal, requiere una reevaluación contemporánea que incluya las prácticas normalizadas en nuestra relación con los animales domésticos y de granja. Empezando por nuestros compañeros más cercanos, los perros y gatos, seguido de lo que comemos y toda la domesticación de animales para el consumo humano.

Reflexionemos y asumamos deportivamente que vivimos el final (y la decadencia) de nuestro Imperio Romano particular.