Trump, al pie de la letra

Leí en una tribuna reciente la sentencia que mejor define lo que está pasando ahora en el mundo: «A Trump hay que tomárselo en serio, no al pie de la letra». Viene a resumir el aserto la incapacidad de tanto politólogo de Excel y analista prototipo de La Sexta en entender que Trump no obedece a los criterios tradicionales de la política de entreguerras, porque para él todo es una contienda, un navajeo entre iguales, un plan de negocio constante.
Desde nuestra soberbia de europeos ensimismados con la burocracia y el proteccionismo, nos dedicamos a decirle a Trump cómo tiene que gobernar Estados Unidos y proteger a la Europa pusilánime incapaz de defenderse por sí misma. Lo escribí no hace mucho: Trump no piensa ni actúa como político y, por tanto, todo juicio basado en las formas y maneras que un líder del antiguo régimen de la comunicación política haya mostrado quedan en suspenso cuando hablamos del actual inquilino de la Casa Blanca. No atiende a las maneras convencionales de presentar los acuerdos entre dos partes enfrentadas; entiende la política a la manera de Carl von Clausewitz, una guerra por otros medios, y cuando tiene claro el propósito, no le importa molestar con los fines.
Sí, sus formas son desagradables, sus excesos retóricos, a veces censurables, le perjudican ante la timorata y maleable opinión pública. Su negociación televisada sobre la resolución de la guerra ruso ucraniana es una torpeza mayor, cuando el fondo de su propuesta es lógica y razonable: si Estados Unidos paga la fiesta, Estados Unidos pone las condiciones a los invitados. Pero no le han votado para caer bien al mundo que le despreciaba ya por ser políticamente incorrecto ni para que los burócratas que lideran la Europa decadente le insulten por la mañana mientras le piden que pague nuestra defensa por la tarde. Le han votado, y esto hay que repetirlo todos los días, para acabar con el discurso woke y su implantación siniestra y nociva en la sociedad norteamericana. Y en ello está, con sus correlativas implicaciones en la política internacional. Ver la realidad con el prisma del odio te posiciona en la corriente biempensante de siempre, donde se alinean los intereses personales con el dinero que te llega. Y en las guerras, no hay terceras vías.
Sin embargo, para los que no nos posicionamos al cien por cien con ninguna de las partes, pues todas tienen su cuota de razón si bien ninguna ha mantenido las formas como debieren, debemos reconocer que Trump ha conseguido que Petro primero, Zelenski después y Sheinbaum ahora, acaben retrocediendo a sus primeras bravatas antiamericanas, subrayando en público su voluntad determinada de entenderse con la primera potencia mundial, ahora que han visto que en la nueva administración hay alguien que cumple lo que dice y que no advierte en vano. Su obsesión con agradar a Putin va más allá de lo razonable, cierto, pero cuando advertimos de que ejercería de despertador con alarma malsonante, nos referíamos a su voluntad de cambiar el orden establecido y de que Europa deje de lloriquear bajo el paraguas de quien le pagaba la protección a cambio de nada. Trump no entiende así las relaciones, y no por ello merece desprecio. El rearme de Europa es bueno para aumentar las defensas del continente y de sus ciudadanos frente a las amenazas exteriores de un tirano consecuente con su propio Anschluss de extensión histórica. No deberíamos condenar desde Europa la claridad de ideas de Trump, sino la falta de liderazgo y visión de una Europa de ursulitas y carmelitas que prefiere seguir a Macron antes que a Meloni. Y en esa condescendencia con lo woke continuamos pagando un alto precio.
Las fobias trumpistas no son menos hirientes que sus contrarias. A Reagan le dijeron cosas peores en su momento, una letanía cruel sobre su incapacidad para ser presidente. Todos conocemos, empero, el legado del Gran Comunicador. Trump no es él, no tiene su sentido del humor ni el sarcasmo necesario para salir de situaciones complejas, como la que se vivió en fechas recientes con Zelenski en el Despacho Oval. Y ha elegido un camino directo respecto a cómo acabar con el conflicto que sus predecesores no supieron frenar e incluso alimentaron. Pero sus errores gestuales, de protocolo político y obsesión por el show televisado de cada decisión que toma no desmerecen su determinación a la hora de resolver lo que otros contemplaban desde el sofá eurócrata que tan buenos dividendos le reportan. Trump no está dispuesto a ser un pato cojo, denominación con la que se conoce a los dirigentes que entran en su último mandato, y ello significa que sus anuncios hay que tomárselos más en serio que sus intenciones, aunque nos lleve hacia una necesaria autocrítica sobre el papel que hasta ahora hemos jugado en Europa, el lugar donde se iniciaron, no lo olvidemos, los dos peores conflictos que han asolado la humanidad.
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