Opinión

El triste legado de Martí March

El catedrático Martí March lo tenía todo a favor para convertirse en el mejor consejero de Educación en lo que llevamos de autonomía. Era experto en la materia, estaba familiarizado con la gestión tras haber sido vicerrector en la universidad balear y director general en el Govern balear, ha tenido ocho años para desarrollar su proyecto, ha contado con dinero a raudales y el favor de unos sindicatos y profesores que siempre le bailan el agua a las «fuerzas de progreso».

Ningún contratiempo debía alterar en principio una brillante ejecutoria que se estrenó con el aplauso unánime de un profesorado que ansiaba por encima de todo paz y tranquilidad tras unos años convulsos. Y así se presentó el ahora aspirante a la alcaldía de Pollença: como el «pacificador de la comunidad educativa» que se había levantado en armas contra las políticas lingüísticas de José Ramón Bauzá. El éxito parecía asegurado.

Sin embargo, y contra todo lo que parecían vislumbrar estos primeros indicios, March no se marcha en loor a multitudes. Hay departamentos de la consejería de Educación que están hartos del trasiego administrativo de estos últimos ocho años en los que los secuaces de March no han dejado incólume trámite, servicio o diligencia alguno sin otro criterio que las circunstancias cambiantes de la política del momento. March se despide sin saber cómo terminará el caótico proceso de funcionarización de interinos, ahora mismo en entredicho y a la espera de si los jueces tomarán o no medidas cautelares tras varias denuncias contra dicho proceso. March se despide tras haber aprobado con la anuencia cómplice de los sindicatos una carrera profesional de risa para los funcionarios docentes cuyos beneficios salariales oscilarán entre los 600 y 1.400 euros anuales, un auténtico bochorno del que muchos docentes no son todavía conscientes.

March se retira en medio de un profundo malestar de los docentes que han tenido que sufrir en carne propia la aplicación de la veintena de criterios de evaluación continua que exige la ley Celaà, un disparate normativo diseñado en los despachos por algún marchesi redivivo y sin ninguna experiencia en las aulas que, sin embargo, no ha impedido que Armengol y March lo asumieran con el mayor de los entusiasmos. Los profesores, hastiados de burocracia inútil y conscientes en muchos casos de la pérdida de tiempo y esfuerzo que para sus vidas ha supuesto consagrase a una enseñanza que apenas enseña ya nada o al menos no al nivel y rigor que esperaban, han estado a punto de rebelarse contra March. Sólo la labor de zapa de los sindicatos, siempre solícitos a tragarse todos los sapos de quien les da de comer, no digamos si es la izquierda, ha impedido que este malestar fraguara en huelgas y manifestaciones.

March se va tras anunciar el cierre de aulas de la escuela concertada, que por primera vez se ha dado cuenta de lo que significa en la práctica el término «subsidiaridad» a la que el consejero la relegó gracias a la ley de educación balear aprobada hace un año sin que la concertada pusiera entonces el grito en el cielo. Ante la caída abrupta del alumnado que se avecina en los próximos años y la preponderancia de la escuela pública frente a la concertada que consagran tanto la ley Celaá como la ley March, serán los colegios concertados quienes se verán obligados a cerrar las aulas sobrantes. Y ello a pesar de que al contribuyente cada plaza concertada le cuesta la mitad que una pública. Entretanto, Armengol sigue jactándose del aumento de la plantilla docente en 2.400 funcionarios más desde que está en el poder mientras asegura que «tenemos 2.000 alumnos más» cuando su director general de Planificación y Centros, Antonio Morante, cierra aulas en los concertados alegando todo lo contrario: un desplome de la natalidad y, por lo tanto, de la población escolarizada.

Entre medias, March ha tenido tiempo para sacar adelante la ley que lleva su nombre pero de la que, mucho me temo, no va a quedar piedra sobre piedra si la izquierda no revalida la mayoría parlamentaria. La ley de educación balear es sin lugar a dudas el epítome del grave error que ha informado la gobernanza de March al frente de Educación. Este error ha consistido en aprovechar todos los resortes del poder para hacer política cuando en materia de educación la autonomía balear carece de competencias para ello. El Gobierno central es el único competente en normativa básica: la autonomía balear tiene transferidas solamente las competencias de gestión. Ello no ha sido óbice para consolidar y blindar por ley un rosario de medidas ideológicas que cercenan libertades constitucionales como la libertad de las familias a elegir centro (sigue adscrita al domicilio familiar), la libertad de elegir el tipo de educación (estamos viendo cómo trata de chantajear a los colegios del Parc Bit con los conciertos) o la libertad de objetar contra contenidos curriculares de sesgo claramente ideológico y moral como puedan ser la educación sexual, la ideología de género, la memoria histórica, la sociolingüística catalanófona o la lucha contra el cambio climático antropomórfico.

Por si fuera poco, la ley de educación balear termina con la educación diferenciada, reduce los centros de educación especial a una categoría excepcional y fulmina la libre elección de lengua al consagrar al catalán como único idioma vehicular de facto. Entretanto Madrid calla y otorga haciendo una irresponsable dejadez de funciones puesto que el Estado es el garante de los derechos consagrados en el artículo 27 de la Constitución Española que March ha pisoteado con total impunidad.

Capítulo especial merece todo el sainete de la tramitación de la ley de educación balear. Hasta el último momento March estuvo dando falsas esperanzas a estas dos ánimas benditas como son Patricia Guasp (Cs) y Marga Durán (PP) de que el español también sería lengua vehicular junto con el catalán, una propuesta pactada que fue retirada en el último momento ante la consternación de unas estupefactas Guasp y Durán, que se habían prestado a negociar semejante engendro legislativo. No sabemos si fue un engaño deliberado de March, que en privado reiteraba que no era «ningún nacionalista» y que no todo el peso de la normalización lingüística tenía que recaer sobre las espaldas de la «educación pública», o si sencillamente cedió a las amenazas de Més, sus socios de Govern.

Este intervencionismo patológico de la izquierda balear es lo que, en aras de convertir la escuela en la punta de lanza de la «transformación social» siempre pendiente, da alas a los nuevos apóstoles del momento (el feminismo de género, el tercer sector, las fiestas locales, el animalismo, la memoria histórica, la calentología, el transgenerismo) para que metan el hocico en la educación y así ponerse a buen recaudo como otras tantas castas parasitarias. Hace décadas que el catalanismo abrió la veda en este sentido al constituirse en el primer movimiento ideológico que conseguía medrar y convertirse en una casta amamantada por las ubres del presupuesto público. Al catalanismo le han seguido otros movimientos del resentimiento que también han reclamado su derecho a sensibilizar a los escolares y, lógicamente, a formar parte de su currículo.

Las familias, cada vez menos representadas por las ampas y rara vez informadas por los directores, lo han aceptado acríticamente, aunque ello fuera en perjuicio de sus hijos que son las auténticas víctimas propiciatorias de la devaluación del nivel académico a medida que la educación «se abría a las nuevas demandas sociales». Un nivel académico que lógicamente la izquierda una y otra vez se niega a cotejar mediante pruebas objetivas externas y nacionales como las reválidas al término de cada ciclo educativo, no sea cosa que todo el edificio amenace ruina si finalmente se acaba conociendo la miseria de los resultados conseguidos pese a los espléndidos recursos empleados.

Esta ideologización, a la que sin duda ha contribuido la multiplicidad de partidos que han conformado los ejecutivos de Armengol y la extraordinaria riqueza de victimismos de toda índole que habitan bajo su frondosa arboleda, contrasta con la pobreza gestora en un ámbito en el que el Govern balear sí tiene competencias: las infraestructuras educativas. Seguimos con el mismo número de barracones que en 2015, cuando March se comprometió a reducirlos a la mitad. Ha tenido ocho años para hacerlo. Entretanto, las familias de varios pueblos esperan sentados unos colegios que nunca llegan. Todo indica que los acelerones presupuestarios, a la sombra de una financiación y unos ingresos fiscales siempre crecientes, sólo han servido para engordar la plantilla docente (2.400 profesores, como se ufana Armengol) y despilfarrarlos en todo tipo de gasto improductivo, no para terminar con las carencias de la red pública. Ni tampoco para actualizar los conciertos educativos como le viene reclamando desde hace años la escuela concertada que escolariza uno de cada tres alumnos en las islas.

Con todo, desde mi punto de vista el peor reproche que hay que hacerle a March es que ni siquiera haya intentado frenar el trágico deterioro de no pocos «centros» de enseñanza, convertidos en una mezcla de guarderías y falansterios de convivencia en los que resulta complicado enseñar algo. La aceleración del deterioro de la enseñanza, me atrevería a decir irreversible, de la que son bien conscientes los docentes aunque les falte valentía para manifestarlo en público, amenaza con transformar el sentido y la propia esencia de la institución de la enseñanza tal como hasta ahora la hemos entendido. Desde mi punto de vista, este es de lejos el principal problema al que se enfrenta la educación en Baleares. Es cierto que la degradación de la educación viene arrastrándose desde antes de la llegada de March, pero no es menos cierto que en estos ocho años la principal obligación de March era tratar frenarla por todos los medios. Y no lo ha hecho.

Este es, someramente, el triste legado que nos deja Martí March, un hombre llamado a cambiar para bien la educación balear y que se marcha con la percepción no ya de haber cumplido las expectativas que se depositaron en él, sino de haber «transformado» en el peor sentido del término la educación balear y la sensación de que son tantos los intereses creados por la izquierda, tal la maraña de «derechos consolidados y adquiridos», que no hay marcha atrás.

March no sólo no ha eliminado ninguno de los males seculares que arrastraba la educación balear sino que los ha acentuado más si cabe, añadiendo otros nuevos cuyos efectos, como la misma condición de subsidiaridad de la enseñanza concertada, todavía están por venir. Decía March en una de sus últimas ruedas de prensa que «somos lo que hacemos», todo un aviso a navegantes para los pollencins si no quieren errar el tiro en las próximas elecciones municipales.