Opinión

El suicidio de Europa

Que a Europa la iba a matar el buenismo lo sabían Fallaci y Houellebecq cuando avisaron de la poco recomendable política de integrar al que, por cultura, no desea ser integrado. Lo que sucede en Francia es sólo el inicio de una descomposición cuyos olores se advirtieron hace décadas, tras el gaullismo que recondujo el orgullo gabacho y ya configurada la unión económica y política (que nunca ha sido otra cosa que lo que han querido e impuesto París y Berlín). Entonces, las fronteras se convirtieron en la excusa con la que el progresismo repartió democracia abierta por el mundo, cimentando el suicidio asistido de un agotado -y atontado- estado del bienestar. Siempre se acude tarde para revertir las políticas que la izquierda del postureo dicta, y que tanto terror y desigualdades producen.

Francia arde desde el mismo día que decidió que la integración era una suma de guetos subvencionados. La metrópolis abrió sus fronteras a las colonias cuando en estas aún supuraban las heridas del vasallaje. Tras el ocaso del gaullismo con Pompidou, empezó la era buenista y demagógica con el migrante -para la progresía refugee- que capitanearon el centrista D’Estaing primero, y el socialista y demagogo Mitterrand después. Tras cuatro décadas de oportunismo electoral, conveniencia sociológica y permisibilidad ilógica, el sentir de los que acampan en los suburbios de las ciudades francesas, al grito mahometano de rigor, es la respuesta revolucionaria a la tríada moral del país que los acogió: para el francés de segunda y tercera generación, ni Liberté, ni Egalité, ni aún menos Fraternité. Sus valores y costumbres tribales son contrarios al concepto del republicanismo cívico que pretenden imponer los puristas de La Marsellesa. La inmigración no siempre es física, también es mental. La mayoría no se siente parte de la nación ni la sienten como tal porque su día a día es el que ya reproducían en sus países de origen (o el de sus padres). La decoración de sus casas, la manera en la que hablan y se relacionan, su religión. Y aquí reside gran parte del problema. El Islam, se ha dicho, se ha escrito, y se comprueba, es incompatible con la democracia occidental, con la igualdad entre ciudadanos libres y con lo que significa Europa. O significaba.

Ahora ya tenemos un latente riesgo de guerra civil en el país vecino. Porque a los millones de musulmanes gentrificados con ganas de jarana urbana se le une la siempre izquierda social y política, tan antipatriota como irresponsable, tan inmoral como defensora de la violencia, presta siempre a proteger al delincuente antes que a la ley. Hemos tolerado en nombre de la tolerancia, en una nueva e incorrecta interpretación de Popper y su paradoja. Inglaterra será la siguiente. Después, vendrán el resto. ¿Y Hungría y Polonia? ¡Quia, ultraderechista!

Cuando abres la puerta a un pirómano debes estar preparado para que un día te incendie la casa. La responsabilidad no sólo es de aquél que, por naturaleza, lleva el fuego grabado en sus genes, sino también de quien, por buenismo inconsciente, admite el agravio y comprende la acción. No eres tú, violento migrante de costumbres iliberales; soy yo, que no te he protegido, integrado y tolerado mejor. Y bajo este prisma, la Europa consagrada a Jerusalén, Roma y Atenas deja paso a otra esculpida en La Meca, Marrakech y Dakar. Con todo esto, o se controla la inmigración, en origen y en frontera, y se deja el complejo servil de relacionar dicho control con un racismo que sólo impone en su marco mental el totalitario progre, o en el futuro el laboratorio francés se extenderá a cada rincón de Europa. Con las consecuencias que ya estamos viendo.

Si leer a Fallaci y Houellebecq ya era obligado antes de los acontecimientos presentes, ahora se convierte en norma constitucional para entender por qué la política no debe ser dirigida por tuercebotas acomplejados e hipócritas que ocultan el pasado para que no sepamos que todo pueblo está condenado a su extinción por otro que un día llamó a su puerta pidiendo cobijo y condumio. La mayoría de los actuales dirigentes, inmunes al problema, consienten que los ejércitos y policías se conviertan en oenegés, mientras asisten en sus burbujas de cristal al derrumbe de una civilización que ha consagrado los mayores avances de paz, libertad y prosperidad en la historia del continente, para dejar paso a otra que llega en oleadas, inundando barrios, plazas, ciudades y caminos de odio y terror. La historia nos dice que es imposible contener a una muchedumbre que, sin nada que perder, supura venganza sin miedo a rendirse.

Los que cada día y cada noche cruzan las vallas y fronteras de Europa, traídos y mecidos por las mafias que gobiernos y barcos de falsa bandera solidaria patrocinan, son más jóvenes, más fuertes y tienen más hambre. Y se aprovechan de la burocracia inepta de mandamases que no saben ni quieren defendernos, mientras pretenden que sigamos con nuestro modo de vida, sin atender que este ya ha sido amenazado con una declaración de guerra. Toda civilización se extingue por la fuerza masiva de los recién llegados. En el caso de Europa, sólo se controlarán si son controlados y se les invita a integrarse y abrazar ámbitos de derechos y libertades. Si no, poco a poco la transformarán, la destruirán y la sustituirán. No hoy, ni mañana. Pero lo acabaremos viendo. Francia es sólo el principio.