A Sánchez, Franco se la suda
—Quienes alcanzan el poder con demagogia acaban haciendo pagar al país un precio muy caro (Adolfo Suárez)—.
Soy fan de Adolfo Suárez no sólo porque en mi casa me educaron en el ucedismo sino, sobre todo y por encima de todo, porque es el político más visionario que ha dado nuestro país. Por algo su monumental obra política, la Transición, se estudia en las más prestigiosas facultades de Politología del planeta como ejemplo de buen hacer, tolerancia, sentido común, consenso y de esa palabra que él y Fernando Abril Martorell tanto empleaban, la concordia. Esa política de las renuncias mutuas que nos ha regalado el más longevo periodo de paz y prosperidad de una historia, la nuestra, que no es precisamente para sacar pecho.
Aún recuerdo cómo en la Universidad washingtoniana de Georgetown, en la que por cierto estudió nuestro Rey, me hablaban hace años con desmedida admiración de nuestro prácticamente incruento paso de una dictadura a la democracia. Chile, Argentina, Brasil y decenas de países del otro lado del Telón de Acero tomaron como hoja de ruta nuestra Transición para finiquitar décadas de autoritarismo. Y a la mayoría les fue tan bien como a nosotros. La tan suarista como made in Spain receta no es infalible pero casi.
El presidente Suárez, que sí falló a largo plazo por Clavero Arévalo interpuesto cediendo la Educación a las autonomías, tenía meridianamente claro el peligro de la siempre empalagosa demagogia. Una práctica traicionera que es como un chicle que puedes estirar hasta el infinito. Uno puede prometer y promete como si no hubiera un mañana lo que sabe que jamás cumplirá, meterse en camisa de once de varas hasta el Día del Juicio Final o montar mañana, tarde y noche un cisco de aquí no te menees para conquistar o retener la poltrona. La demagogia es ilimitada. Pero esa droga acaba como acaban todas las drogas: entre muy mal y peor. Como el rosario de la aurora.
Demagogo irresponsable fue el presidente Zapatero y demagogo desahogado es Pedro Sánchez. El inesperado presidente que salió del 14-M se comportó como un peligroso artificiero plagando de dinamita ese Pacto de la Transición que permitió que los herederos de quienes habían ganado la Guerra Civil y quienes la habían perdido se sucedieran en el poder en una suerte de posmoderno y sanísimo turnismo. El quinto presidente de la democracia no voló la España constitucional pero sí la dejó atestada de unas minas que destrozan las manos de todos aquellos que intentamos desactivarlas. El sucesor de su sucesor no es un iluminado ni un sectario superlativo como él, porque eso es física y metafísicamente imposible, sino más bien un fresco al que le da igual ocho que ochenta con tal de seguir viviendo en Palacio rodeado de edecanes, volando en Súper Puma o Falcon y yendo a todas partes con una cohorte de guardaespaldas que agigantan su diminuta figura política.
Jamás había escuchado a Sánchez hablar de Franco hasta que aterrizó tan legal como inmoralmente en La Moncloa
Sánchez gobierna a golpe de encuestas. Que le dicen que hay que pactar con Ciudadanos porque es más chic, allá que se va a tender la mano a Rivera; que no queda otra so pena de perder el maldito Falcon que te permite ir de marchuki cual marajá, ofertón que te crió a ese Iglesias al que odia aún más si cabe que al novio de Malú; que tiene que razonarle a Casado de las bondades de una abstención, no hay problema porque le leerá la cartilla aun a sabiendas de que él triunfó con la fórmula contraria. Así es este tipo cuya única ideología es él, después él y más tarde él. Una suerte de Rey Sol en versión chuleta madrileño. Un “yo-mí-me-conmigo” de manual. Milita en el PSOE como podría hacerlo en el PP, en Podemos, en la Fuerza Nueva de ese Blas Piñar que tanto molaba a su familia política o en el Movimiento Nacional si estuviéramos en el franquismo.
Su ansia de poder la estamos pagando muy cara. Qué se puede esperar de un sujeto que con tal de llegar a Moncloa fue capaz de aceptar los votos de los malnacidos que ocho meses antes habían perpetrado un golpe de Estado, de los proetarras y de los embajadores de Chávez, Maduro y los ayatolás iraníes. Aquella puñalada trapera reventó los consensos más elementales de un bipartidismo en el que había un mandamiento no escrito que rezaba algo tan perogrullesco como moralmente insoslayable: “No pactarás con ETA ni con los independentistas catalanes”. A él no lo enviaron de vuelta a casa con Begoña y las niñas porque le tuvieran manía sino porque había forjado ese gobierno o pacto “Frankenstein” del que hablaba el sin par Rubalcaba.
No sé si el sobrevalorado Iván Redondo, los sondeos, o ambos factores, le indicaron que había que echar del Valle de los Caídos al dictador para erigirse en la fuerza mayoritaria de la izquierda aplastando a ese tonto útil de Soraya que fue Podemos, creado para mermar el poder de la gran formación socialdemócrata que más años ha gobernado este país. Jamás de los jamases había escuchado a Sánchez hablar del ferrolano hasta que aterrizó tan legal como inmoralmente en Moncloa con un pacto contra natura de manual.
Entre otros motivos, porque su familia política militó en Fuerza Nueva. Su relación con Begoña es perfecto epítome de lo que fue esa Transición que consistió básicamente en que los enemigos irreconciliables se abrazaran y miraran hacia adelante dejando atrás un pasado diabólico. Está por ver los réditos que le genera la exhumación de la momia del general más joven de la historia de Europa. Conviene olvidar que eso de remover a los muertos suele terminar con desgracias mayúsculas: que se lo digan a lord Carnavon y a otros veintitantos egiptólogos que la espicharon tras profanar las tumbas de Tutankamón y otros faraones. A mí personalmente me da un yuyu que me mata y nunca mejor dicho. ¿Derrotará la maldición de Francokamón a Sánchez el 10-N? El tiempo lo dirá pero yo, por si acaso, me encomendaría a todo el santoral.
Lo más detestable de todo lo que hemos contemplado estos días es cómo el arrendatario de Moncloa ha convertido un evento ético en un acto electoral, en su gran mitin de campaña. Comparto al 100% las palabras de Pablo Iglesias y Albert Rivera, que desde el antagonismo coinciden a la hora de sostener que la exhumación debería haberse pospuesto más allá del 10-N. Un hombre de Estado la hubiera dejado para finales de noviembre o diciembre por aquello del qué dirán. Emplear recursos públicos para ganar votos es, además de un delito de malversación (al menos, en un país serio), otro electoral como la copa de un pino. ¿A qué espera la Junta Electoral para mover ficha? La realización de TVE, más propia de la nazi Leni Riefenstahl o de un biopic hollywoodiense de primera, y la comparecencia del presidente en Moncloa a las 15.00 para coincidir con todos los telediarios representan un atentado contra las más elementales normas de igualdad electoral. El enésimo tic absolutista.
Dijo el presidente que la exhumación “hace de España un país mejor”. Y yo digo que, de momento, no. Para empezar, porque pervive la fascistoide o estalinistoide (elijan ustedes, al fin y al cabo, es lo mismo) Ley de Memoria Histórica, una norma que desentierra el hacha guerracivilista, el rencor, el revanchismo, la parcialidad, la falsedad fáctica, la reescritura de nuestra historia, en resumidas cuentas, esa España que magistralmente calcó Goya en su insuperable Pelea a garrotazos. Y para terminar, porque la salida del dictador del Valle no soluciona ninguno de nuestros verdaderos dramas: los 3 millones de parados no han encontrado ocupación en las 72 horas transcurridas desde el mitin del 24 de octubre, tampoco se ha garantizado la sostenibilidad del sistema de pensiones, no se ha solucionado el problema catalán y la Ley de Dependencia continúa siendo papel mojado para millones de compatriotas.
La verdad también ha saltado por los aires del jueves a esta parte. Asegura el Gobierno que Franco construyó el Valle de los Caídos a modo de “mausoleo” personal lo cual es un embuste de marca mayor. El conjunto arquitectónico diseñado por Pedro Muguruza se concibió como monumento de reconciliación, es más, el dictador ni quería, ni pidió, menos aún ordenó, que le enterrasen allí. Fue una personalísima decisión de Juan Carlos I. Podrán afirmar lo contrario un millón de veces y un millón de veces será mentira. Pues eso, que se dejen de chorradas porque nunca fue un mausoleo. Cuidadín porque la reescritura de la historia es la inevitable semilla de todo régimen autoritario.
Sánchez ha dado el paso adelante de exhumar a Franco porque necesita machacar a Podemos y recuperar la hegemonía de la izquierda
La patraña continúa con un Partido Socialista que se ha jactado hasta la saciedad estos días de haber saldado una «deuda histórica con la democracia y con las víctimas del régimen anterior». Si echamos la vista atrás colegimos que han tenido la friolera de 21 años para hacerlo, los mismos que han gobernado: de 1982 a 1996 y de 2004 a 2011. Sacar pecho por esta gesta es de una desvergüenza supina, la obvia en una formación que jamás ha destacado por su honradez material, moral e intelectual. Se ha dado el paso adelante ahora porque Sánchez necesita machacar a Podemos, recuperar la hegemonía absoluta de la izquierda, para gobernar sin cortapisas a partir del 11 de noviembre. Y punto. Basta ya de cuentos chinos.
Terminando volviendo a mi libro. Es indiscutible desde un punto de vista democrático que un tirano no puede reposar en un monumento pagado con el dinero del contribuyente. Tanto como que o hay memoria histórica para todos o no lo habrá para nadie. No estaría de más que legisladores y gobernantes patrios se lean la reciente resolución del Parlamento Europeo, que invita a retirar homenajes apologéticos a dirigentes comunistas en espacios públicos. Y que en consecuencia hagan un ejercicio de justicia histórica retirando calles, estatuas y hasta estadios olímpicos dedicados a multiasesinos como los comunistas Carrillo (6.000 muertos en Paracuellos, 270 de ellos niños) y Pasionaria, los socialistas Largo Caballero e Indalecio Prieto, y el independentista Companys. Un president de la Generalitat que firmó 8.200 sentencias de muerte de nacionales e incluso de gente normal cuyo único delito era ser católico, sacerdote, monja o estar afiliado a partidos de derecha. De momento, continúa el pensamiento único. Concluyo con una frase que viene que ni pintada. Su autor es un indiscutible demócrata, Winston Churchill: “Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”. Ciertamente premonitorio.
PD: pido perdón por el verbo empleado en el titular. Pero como quiera que “se la repanfinfla”, “le importa un comino” o “le importa un carajo” se quedaban cortos para describir la amoralidad presidencial, he optado por el malsonante pero mucho más descriptivo “se la suda”. Puro castellano.
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