¡De qué derechización habláis, troncos!
Cuando era joven y empezaba en esto del periodismo, en 1986, llegué a pensar que el ‘régimen’ instaurado por Felipe González cuatro años antes se perpetuaría como el de Franco, a pesar de los magros resultados económicos que, primero de manera intermitente, y después más sólida, ofrecía el socialismo en el poder. Entonces, la derecha era un erial y yo había trabado una cierta relación con Carlos Solchaga, también navarro, ministro durante una década y luego portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, que me nutría de noticias y de ideas. Le sigo teniendo una enorme consideración y un gran aprecio. Pero el caso es que cuando hablaba de estas cosas con mi padre, él, que no había estudiado, pero que tenía la carrera de la vida, como se decía entonces, ponía cara de estupefacción, como pensando qué hijo más tonto había dado de sí. Y tenía razón.
Todo cambió cuando Aznar ganó las elecciones generales en 1996 y pudo formar gobierno. En un libro de conversaciones que escribió algunos años después el ex director de El País Juan Luis Cebrián con Felipe González, que era, y es, íntimo del periodista, éste confiesa su perplejidad por la victoria de la derecha. O sea que, a pesar de su maduración satisfactoria, como sucede con los buenos vinos, llegó a albergar la idea disparatada de que después de los 40 años de la dictadura franquista el socialismo estaba destinado a eternizarse y hacer historia. Hay que decir, en honor a la verdad, que en gran parte la ha hecho, porque la derecha ha renunciado a combatir sus leyes ideológicas, a reformar la enseñanza para favorecer, en lugar de la mediocridad y el igualitarismo, la excelencia y la eficacia consustancial a la misma, y porque ha cedido siempre el terreno en todo lo relacionado con la cultura, o la falsa cultura, cabría decir.
Aznar representó para mí un descubrimiento, algo insólito en la política económica doméstica. Desde entonces, todo el mundo avisado sabe que la receta para el éxito es no gastar demasiado, que se pueden bajar los impuestos y que hay que favorecer al máximo la competencia. Que el déficit público es intrínsecamente malo y que hay que huir del endeudamiento peligroso como de la peste. Aznar ‘cometió’ la heroicidad de que España ingresara en tiempo y forma en la Unión Monetaria, empeño por el que los socialistas, tan cómodos con la suciedad de las cuentas públicas y tan acostumbrados a chapotear en la inflación, no daban un duro, incluido el reputado gobernador del Banco de España de la época Luis Ángel Rojo. Ni siquiera el ministro de Economía de la casa Rodrigo Rato confiaba en tal empresa, que se coronó por la determinación granítica del presidente.
Que la derecha llegara al poder o, más bien, la comprobación de que podía alcanzarlo después de más de una década de González devolvió a muchos ciudadanos el orgullo de poder ser un español como los demás sin necesidad de ser socialista, o a pesar de haber vivido confortablemente con Franco. Y así seguimos, pese al discurrir por La Moncloa de Zapatero y ahora de Sánchez, cuya capacidad de destrucción de todos los consensos, inclinación insalvable por quebrar la concordia civil y voluntad de dividir el país es notoria, lo más parecido a la reencarnación de Atila, el rey de los hunos.
Por eso, la izquierda sigue estando incómoda. Está en la misma posición de perplejidad que le confesaba González a Cebrián. No las tiene todas consigo. Algunos egregios intelectuales creen que la nación afronta una derechización cultural progresiva, a pesar de que domina todas las televisiones importantes, multitud de diarios digitales y maneja a su antojo El País y la Cadena Ser, los dos medios de comunicación de mayor audiencia. La izquierda caviar es tan intransigente, está tan mal acostumbrada, que no soporta la proliferación de enseñas nacionales en pulseras, prendas de ropa, mascarillas, collares de perro y balcones porque siempre ha detestado la bandera, que vincula con el franquismo. También le disgusta el éxito de novelas históricas y libros sobre el Imperio español, la mención a la Hispanidad le repugna y por supuesto detesta la reivindicación del casticismo, de nuestras tradiciones y maneras de vivir, entregada como está a un puritanismo de nuevo cuño inquisitorial compatible desde luego con una buena mariscada en el reservado de un restaurante a cuenta del erario público.
Todo este brebaje indigesto para los representantes de la superioridad moral por antonomasia contaminados por la subvención se ha convertido en intolerable desde la aparición de Vox, que tiene la desfachatez, a su juicio, de presentarse como un partido constitucionalista -como así es-, frente a los buenos, que son los extremistas de Podemos, los independentistas catalanes o los etarras de Bildu, que esos si tienen derecho de pernada, bien para formar parte del Gobierno, bien para sostenerlo hasta el final de la legislatura, aunque sean antidemocráticos, supremacistas e incluso etnicistas.
Pero, más allá de Vox, lo que realmente ha despertado el desasosiego y la inquina de la progresía nacional es el éxito incontestable de Isabel Díaz Ayuso, que es su espejo cóncavo, la refutación implacable de todo lo que defienden. No pueden con su desparpajo, no aguantan su inmarcesible popularidad, no conciben que su política contra la pandemia en favor de la apertura de los bares, la instalación de terrazas en la calle y el favorecimiento en general de la diversión y correlativamente del mundo de los negocios y del comercio haya calado para bien y tan hondo en la sociedad, y no solo madrileña, de manera transversal.
No entienden nada. Sus precarios esquemas mentales han saltado por los aires. Y temen que esta marea ponga en peligro su confortable modo de vida. Huelga decir que el más perturbado por estos hechos manifiestos es el presidente Sánchez, al que rinden pleitesía crematística los intelectuales de los que hablo. Y esto explica la ofensiva por tierra, mar y aire del Gobierno central contra la Comunidad de Madrid, que se ha convertido en la insignia y el epicentro de todas las políticas alternativas al socialismo reinante, y por eso en una gran amenaza con capacidad de ósmosis hacia el resto de la nación.
El episodio extremo de esta guerra sin cuartel es la fiscalidad y el derecho inviolable de la autonomía a ejercer sus competencias presupuestarias como le venga en gana por el bien de los ciudadanos, que ya tendrán tiempo de rendir cuenta de la ejecutoria en las próximas elecciones. A estos efectos, la infame comisión de expertos que prepara la reforma tributaria del futuro, en la que no hay un técnico que no sea adicto al Gobierno -y los que no lo eran ya han dimitido-, ha decidido que no cabe que Madrid exima a sus habitantes del Impuesto de Patrimonio o del de Sucesiones, y se dispone a postular una armonización fiscal para castigar a los ciudadanos decentes, primero los de Madrid, y luego los del resto de la nación.
Así el Gobierno está completamente dispuesto y determinado a quebrar esta repulsiva vuelta del nacionalismo español, haciendo caso a los intelectuales de salón, a los que paga, y para los que lo que está sucediendo en el país es tan inasumible como peligroso. Para estos personajes mediocres, no se puede ser un español desacomplejado. La única manera de ser español es ser de izquierdas, mejor desde luego socialista. El resto debe ser un español apocado y contenido en espera de las instrucciones que emita el faro y guía del Estado.
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