Pamplona: la fiesta (Parte I)
Llegar a Pamplona en Sanfermines es aterrizar en la fragua de Vulcano. En esta ciudad fundada por el romano Pompeyo Magno, quien le dio el nombre de Pompaelo, se abre un cráter circunvalado por todos los caminos del mundo, que van a dar al centro de ésta –la plaza de toros–, que se vuelve enlace entre el día y la noche, gracias a la suelta de los toros al punto de la mañana, que se lidiarán por la tarde, y se conoce como encierro.
El encierro es lo que hace que Pamplona mantenga el ritmo de la fiesta en todo momento, convirtiéndola en una especie de aeropuerto permanente, donde la gente llega y se va, entra y sale, sin que a nadie le extrañe las horas en las que come o se emborracha –como sucede en las salas VIPS a la espera del vuelo–, o dónde duerme.
Hay algo que une a todos los que viven San Fermines, es el hambre de sueño y el corrido mexicano de El Rey. El ritmo y la intensidad con la que se viven estos días, hace que esta fiesta no sea ni para debiluchos ni flojos. Es asombroso cómo se puede comer, beber, bailar e ir a los toros, siete días seguidos y sin apenas dormir.
Hay varios puntos estratégicos para echarse una siestecita, como los bancos –cualquiera de los cientos que hay en la ciudad–, incluidos los de las iglesias. Existen pocos momentos más místicos y especiales que confiarle un sueñito a San Fermín, en la iglesia de San Lorenzo, antes de misa, donde el Santo Patrón recibe sin descanso a sus innumerables devotos que le llevan flores y con quien se hacen un fotografía para inmortalizar el estar tú a tú con uno de los Santos más famosos por sus innegables milagros.
El ambiente en madrugada de los parkings no es asunto menor. Los automóviles se vuelven barcas de náufragos, lechos de amantes, auxilio de economías modestas así como salón de entrenamiento para los corredores a los que al alba se les puede observar probando sus zapatillas y descargando supersticiones antes de pisar la calle.
Las horas previas al encierro creo que llegan a contemplarse como fenómeno sociológico desde las naves espaciales. Los pastores recuperan el espacio colonizado por la urbe, los periódicos vuelven a ser fundamentales para los hombres, la oración retorna a las calles.
Masas de gente que se revela contra el cansancio y la fatiga, contra el miedo o los nervios, acuden en parejas o cuadrillas hacia el vallado de madera que los pamplonicas colocan todos los días, a veces sólo para escuchar durante segundos el correr de los mozos delante de los astados.
La estampa de los balcones abarrotados de curiosos desafiando el peso que pueden soportar –según los cálculos de los arquitectos– es bellísima. También la de las enormes colas de madrugadores deseosos de disfrutar con unos buenos churros recién hechos de La Mañueta o un chocolate espeso de Lerín. Ahí se encuentran corredores, familias, novios, trasnochadores.
El aroma caliente del buen chocolate es el mejor cloroformo contra el pestilente tufo de alcohol, orines e inmundicia que se agarra a los adoquines de las calles que han servido de salas de fiesta a la luz de la luna. Es plausible cómo el Ayuntamiento se afana en desinfectar –y lo consigue–, gracias a los trabajadores de la limpieza que acometen el tajo a la velocidad del rayo y sin miramientos, para que los recién llegados a la ciudad no huyan por los estragos nocturnos.
La marea de gente vestidos armónicamente de blanco y rojo, conmueve. Si vas, vístete en sintonía. Podrás comprar el pañuelico, el fajín y un par de pantalones blanco en multitud de puestos de africanos. Estos vendedores ambulantes están margen de todo sin que tengan siquiera reconocido su estado de explotación y esclavitud. Tal vez sean los únicos en toda Pamplona que no participan de la fiesta. Hay muchos, muchísimos de ellos por toda la ciudad, hasta el punto de preguntarse qué hacen realmente ahí, si son capaces de vender lo suficiente como para obtener algo de sustento.
Sólo recuerdo a alguno de ellos integrados una noche bailando al son de la música árabe tecno-dabke que sonó durante horas en la plazuela reservada para los más sensibilizados con la extrema izquierda batasuna y donde se hondearon banderas palestinas, del Sáhara, ikurriñas –en ausencia de la de España, que hubiera supuesto su quema–.
Me atrevo a decir que en la plaza Compañía estaban todos los que son. Un espectáculo de gran confusión, por los símbolos contradictorios que en aquel escenario se reivindicaban, y cuyo público femenino igual llevaba el cuerpo cubierto en su totalidad con un yihab, como lucía su torso con una escueto top que apenas le cubría el pecho.
La mayoría de esta minoría enchiquerada en cuatro calles y una plaza, son los que se revelan contra las corridas de toros. Son los que han tomado Pamplona, los que la han secuestrado y amordazado en el Consistorio de la ciudad, y que ven cómo en San Fermines se evidencia que, pese a todos sus intentos, Pamplona prevalece porque a San Fermín se le reza y se le canta, al toro se le venera y al torero se le quiere.
La Pamplona navarra, la Pamplona española, la Pamplona católica, la Pamplona taurina, la Pamplona reina, aquella cautiva, en la semana grande logra salir a las calles y maravillar al mundo.
Pamplona prevalece, cierto, aunque el daño que está haciendo la ideología enfermiza que esparce que ETA es paz y honor, está haciendo estragos. Se ve en la juventud. Una juventud que ha cambiado por un trozo de pizza congelada en un turco, las pochas guisadas –al calor de la paciencia–, el bacalao ajoarriero, el rabo estofado, los pimientos rellenos, la chistorra artesanal.
Es esa juventud –que ya no tiene treinta años– que prefiere beber en una litrona de plástico que en una bota el vino de la tierra o disfrutar del mejor rosado del planeta. Una juventud que no es capaz de comer ni beber sentada en una mesa larga con sobremesa ni cantar jotas navarras, y que escoge cuando está cansada unos baldosines sucios.
¿Y los toreros, qué pasa con ellos? ¿Podría seguir existiendo San Fermines sin corridas de toros? Es la gran pregunta que urge hacerse. La fiesta descrita por Ernest Hemingway todavía existe, y sin los toreros que trenzan el paseillo, esta fiesta muere. Porque los toreros dan sentido al exceso, a la abundancia, a la extravagancia de Pamplona. San Fermín sigue, porque ellos le llaman.
Ahora bien, las generaciones venideras tiene un serio problema y no es el antitaurinismo. La fiesta que se proyecta de aquí a veinte años, cuando los mayores que sí saben cocinar, beber y disfrutar de una buena corrida, pase el relevo a sus hijos y sobrinos –los de la pizza, el botellón y la degeneración sin familia–, muy probablemente los Sanfermines que deslumbran al mundo, podrían demostrar que lo que vemos hoy es sólo el triste brillo de estrella extinta.
De ser esto así, la pérdida etnográfica es devastadora. Sanfermines es la mejor fiesta del mundo. No tiene comparación ni equivalencia con nada. Pamplona ha aportado al mundo una manera de expresar el júbilo que ha conquistado a millones de personas desde hace más de un siglo. Millones de personas cuando imaginaban fiesta, pensaban en Navarra (no en Ibiza).
Sanfermines es una fiesta popular y, por ende, una expresión del pueblo. Si el pueblo cambia, la fiesta cambiará con él. El riesgo que se termine convirtiendo en una especie de festival ibicenco es muy alto.
La admiración que producía y sigue produciendo esta fiesta está, sobre todo, en la manera tan especial en que los pamplonicas comparten su manjares, exhiben la voz de sus gargantas desde los adentros de su pecho, rezan con fervor en la calle a su patrón, y comienzan el día hombro a hombro con el torero, jugándose la vida en comunión al todo o nada.
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