Opinión

O sea, Felipe era un santo incorruptible, un estadista universal

Cuarenta años se cumplen este viernes de la arrolladora victoria de González y su PSOE en 1982. Ha llovido mucho; tanto, que es tal la villanía, el sectarismo, la traición, el despotismo, el ninguneo de las instituciones, también de la corona, que está realizando ahora el todavía presidente, Pedro Sánchez Castejón, y en menor medida, su antecesor Rodríguez Zapatero -aquel que se inventó un abuelo mártir de los nacionales siendo, como era, un simple agente doble de los dos bandos- que todo el recuerdo mayoritario de la sociedad española es la de un Partido Socialista, el del 82 y poco más, parecido al Gobierno de Alicia en el País de las Maravillas. No lo fue. Empecemos por el principio: en agosto de 1982, tras las elecciones regionales andaluzas que ganó Rafael Escuredo, un político de sobrenombre El Abisinio, tras hacer huelga de hambre selectiva (ayunaba por el día y se forraba a comer por las noches, quizá como homenaje al Ramadán), Felipe González coincidió en Bogotá insólitamente con el aún presidente Leopoldo Calvo Sotelo, con el ex presidente Adolfo Suárez e incluso con Manuel Fraga.

Una cena en la Embajada de España fue preludio de una visita que cinco periodistas, enviados especiales, hicimos a González en la habitación de su hotel, un edificio donde, por este orden, menudeaban los políticos, los periodistas y las colipoterras, las que más negocio sacaron de la efeméride. González, con un incesante puro, el Cohibas que le regalaba su padrino Fidel Castro, extrajo en aquella reunión un papel del bolsillo de su pantalón, nos lo mostró y dijo: “Si hoy hubiera elecciones (Calvo Sotelo las convocó 20 días después) este sería el resultado. PSOE -nos dijo- no menos de doscientos parlamentarios, UCD se hunde en la miseria, y Fraga se convierte en el líder de la derecha”.

No hubo que esperar, pues al escrutinio de las 100 mesas emblemáticas que tenía aglomeradas Alfonso Guerra el propio día de los comicios para adivinar lo que aquel día histórico ocurrió en España. Personalmente, estuve primero en el Hotel Palace, el modesto centro de celebración del PSOE, y después en el Castellana Hilton de entonces, hoy Intercontinental, donde un tránsfuga ex ministro de Transportes, José luis Álvarez, que había dejado a UCD y a Calvo Sotelo colgados de la brocha, se ocupaba en demostrar que “aquello”, lo que había sucedido, era, literalmente, “el primer bastión en la reconstrucción de la derecha natural”. Sólo erró el notario Álvarez en 14 años. Una minucia. González, con su fino instinto de estratega, decidió en aquel minuto inicial convertir a Fraga en líder de la oposición lo que le resultaba a Carrillo, que se había pegado en las urnas un trastazo descomunal, un agravio, y por eso le llamó la “oposición protocolizada”. González transmitió el encargo a Peces Barba con el que llevaba tres años sin hablarse: “Es un erasmista de pacotilla”, denunciaba el feraz Guerra.

González, ya en La Moncloa dirigió su primera conferencia de prensa acompañada del secretario Sotillos, un aprovechategui con UCD que se dedicó como secretario de Estado de Información a perseguir la libertad con la excusa de que los periódicos éramos directamente “basura amarilla”. En la convocatoria, que era una especie de rueda de reconocimiento (unos nos mirábamos a otros), el niño de González, quizá Pablo, se dedicó a juguetear con las sillas del salón de columnas de La Moncloa, y su padre se estrenó como presidente con este adelanto: “Soy el jefe de Gobierno de todos los españoles”. Los fontaneros monclovitas ya tenían en el momento el endoso de encarrilar los dos grandes puntos negros de la previsible gobernación felipista: la promesa de los 800.000 puestos de trabajo que el PSOE incluyó en su programa sin ningún estudio previo, y el referéndum sobre la estancia de España en la OTAN. La primera se la cargó el ministro Solchaga en un congreso de la UGT; el segundo, se resolvió con una consulta tramposa en el 86 en la que que se forzó el resultado negativo hasta convertirlo, previa chapuza consentida por tirios y troyanos, en positivo.

González se adueñó del poder, sometió a los militares, ya cariacontecidos, tras el último intento (y muy grave, por cierto) golpe de los coroneles Cuspinera en la víspera de los comicios, y otro poder, el financiero, se puso de horcajadas porque según les transmitió el volátil Fernández Ordóñez: “No os engañéis”, lo de “estos” (como si no fuera con él) va para largo”. La Iglesia se acomodó también a los nuevos tiempos porque según declaró el que luego fue secretario de la Conferencia Episcopal, monseñor Fernando Sebastián: “Si hemos sobrevivido en Polonia no hay ninguna razón para que no sobrevivamos en España”. Y los medios fueron inmediatamente ocupados por el recién llamado “felipismo”. De Televisión Española se ocupó un sujeto masonazo, Calviño, padre de la vicepresidenta actual, que sin ambages declaró: “Yo estoy aquí para servir a mi señor”. La sociedad se rifaba al vencedor, y éste se creyó imbatible y por eso miró a otro lado -si es que miró a otro lado- cuando desde el Gobierno Civil de Vizcaya, San Cristóbal y García Damborena le transmitieron el proyecto del contraterrorismo de Estado, el GAL del ojo por ojo contra los asesinos de ETA, y cuando así mismo desde Ferraz, los leales Galeote y compañía, fundaron Filesa, Malesa y Time Export porque “no siempre vamos a estar pidiendo dinero a los bancos”.

En España durante 14 años nada se movía si no lo autorizaba el dúo González-Guerra que terminó rompiéndose como verduleras, la sociedad tenía miedo incluso físico a enfrentarse a “La PSOE”. En Andalucía los gobiernos sucesivos robaban a mansalva, pero, eso sí, por el exterior se movía Felipe como pez en el agua: había abandonado el socialismo sureño y fichado por el nórdico que habían dejado intacto Brandt y el sueco asesinado Palme. Entramos en la Comunidad Europea y el PSOE se adueñó de la gran noticia en exclusiva. Se olvidó que todos los trabajos de principio los había realizado el ministro tecnócrata Ullastres y que después Calvo Sotelo y Punset habían dejado todos los papeles dispuestos para la firma. Todo fue maravilloso en el gran día. Sólo desentonó una mancha de aceite que el ministro de Exteriores, Morán, calzaba en la corbata. Por hispanoamérica González triunfaba más que en la calle Sierpes de Sevilla, pero nunca se pudo comprobar la malvada especie aún vigente: el acopio de su gran patrimonio, por ejemplo, en la dominicana Samaná. Claro. La historia ha blanqueado a González, incluso no se le ha recordado su participación activa en la Guerra del Golfo. Todo al fin se queda en un remedo del chiste: “¿Tu mujer es fea? ¿En comparación con quién?”. Al lado del bodoque Zapatero y el felón Sánchez, González, a los 40 años de su triunfo, parece un santo varón, un aprendiz.  En todo menos en decencia. Ahí están los tres ex aquo.