Opinión

Nunca les importó la verdad

Ante la inminente derogación de la Ley de Memoria Democrática 2/2018, la siempre compungida activista de la Asociación de Memoria de Mallorca, Maria Antònia Oliver, ha afirmado en estos días de luto que «hay que hablar de derechos, de personas, no de Historia». No me extraña. En realidad, estos memorialistas de pa i fonteta, que nos crucifican a diario en su afán por ganar una guerra que irremediablemente perdieron en el campo de batalla pero que, inasequibles al desaliento, todavía confían en ganar en el campo de la propaganda, se dieron cuenta muy pronto de que el término memoria histórica era un oxímoron, o sea, una contradicción en sus propios términos.

Leamos lo que dice al respecto el exquisito preámbulo que antecede a los dos únicos artículos (para mí sobra el segundo) de la propuesta de ley de Vox que va a derogar la Ley de Memoria Democrática 2/2018, un preámbulo que por su firme defensa de los valores que deben adornar a las democracias y las sociedades abiertas como son la pluralidad, la libertad de pensamiento, la libertad de opinión, la libertad de cátedra para los estudiosos o el rechazo a las verdades oficiales emanadas del poder, sí merecería un comentario de texto en los exámenes de las pruebas de acceso a la universidad del curso 2023-24. Lean con atención, sobre todo nuestros memorialistas de pa i fonteta, este delicioso fragmento del texto que ha registrado en la cámara balear el Grupo Parlamentario Vox:

«Los caminos de la Historia no son, ciertamente, los de la memoria. Mientras la primera busca el avance del conocimiento colectivo sobre un acontecimiento o proceso concreto, siguiendo un método de investigación con fuentes documentales, el debate reposado entre pares y unos criterios de tipo académico; la memoria es, por su propia naturaleza, privada y familiar, esto es, subjetiva, movida por emociones e identidades».

Comparen la profundidad y la racionalidad del texto de Vox con los espumarajos que están echando estos días el periodista José Jaume (J.J.), la activista Oliver, el diputado socialista Omar Lamin y demás tristones a disfrazarse de víctimas perennes. En efecto, en todo el texto de Vox no se trasluce ningún afecto hacia el bando vencedor de la Guerra Civil española, sencillamente desmonta todas y cada una de las falacias de la memoria histórica al situar las cosas en su contexto histórico, al contrario de lo que hacen los J.J., Oliver o Lamin que, consciente o inconscientemente, siguen aferrados a la cruzada antifascista que puso en boga el estalinismo en los años 30 y 40, cuando bajo el paraguas de los frentes populares Stalin se alió por conveniencia con las formaciones democráticas para combatir el nazismo y el fascismo.

A día de hoy sabemos que la estrategia estalinista fue cambiando en función de las conveniencias de cada momento. Tras el incendio del Reichstag alemán, Stalin decidió inventarse la fórmula de los Frentes Populares para combatir el fascismo, un movimiento táctico que luego abandonó cuando en ciernes de la II Guerra Mundial (agosto 1939) acordó (pacto de no agresión Ribbentrop-Molotov) con los nazis repartirse Polonia. Entre agosto del 39 y junio del 41, los flamígeros partidos comunistas de toda Europa que habían enarbolado la bandera del antifascismo se convirtieron, siguiendo a Moscú, en románticos pacifistas hacia un Hitler que no dejaba de conquistar una tras otra las naciones europeas con la anuencia soviética (hay que leer más a François Furet y menos a Massot i Muntaner). Este remanso de paz nazi-soviético duró hasta que el III Reich decidió invadir la Unión Soviética en junio de 1941, ante un pasmado Stalin al que le costó dar crédito al órdago de Hitler al que tanto admiraba. La ideología separaba a ambos tiranos tanto como les unía su odio hacia la democracia y el liberalismo.

El estalinismo nunca creyó en la democracia «burguesa» que no dejó de instrumentalizar como antesala necesaria para implantar la dictadura del proletariado. La II República española no fue ajena a estas vicisitudes internacionales ni tampoco a la estrategia antifascista diseñada por la política exterior soviética. Tras el golpe militar del 18 de julio de 1936 que, por su popularidad y su rápida propagación entre las masas católicas y de derechas, pronto se convirtió en un auténtico Movimiento Nacional («media España no se resigna a morir»), las democracias inglesas y francesas declinaron apoyar al Frente Popular. Su único sostén fue la URSS de Joseph Stalin, lo que da una muestra clara y diáfana de hacia dónde se dirigía la II República desde el pucherazo electoral de febrero de 1936 que dio el poder a unas izquierdas que, una vez en el mando, pusieron en marcha un proceso revolucionario.

Cada día transcurrido desde febrero del 36 hasta el 17 de julio merecería un capítulo aparte, dada la magnitud de la tragedia que se cernía en España en forma de asesinatos políticos, quema de iglesias, expropiación de tierras, huelgas, desórdenes públicos, amenazas de muerte en las Cortes, censura de periódicos derechistas, invocaciones a la Guerra Civil por parte de líderes socialistas como Largo Caballero, encarcelamiento de líderes derechistas… una oleada de violencia política que desembocó en el asesinato del líder derechista Calvo Sotelo en manos de unos guardias de asalto que conformaban la escolta del ministro socialista Indalecio Prieto. El magnicidio terminó de convencer a militares, entre ellos Francisco Franco, a sumarse al golpe militar que se estaba gestando. Evidentemente, desde febrero del 1936 la II República sólo tenía de «democrática» la cáscara que conservaba para no perder la escasísima legitimidad democrática que todavía le quedaba en Europa. Pura propaganda.

Tratar de hacer pasar por «democrático» un régimen alumbrado con la quema de iglesias y conventos (1931), que promulgó una Constitución «sólo para republicanos» y que por ende dejaba fuera a la mitad católica del país, que sufrió varios golpes de estado (antes del golpe militar definitivo de julio del 36) por parte de militares monárquicos, anarquistas, comunistas, socialistas (PSOE) y republicanos (ERC), algunos tan sonados como el de octubre de 1934, que terminó con más de mil muertos en Asturias (ya se sabe, los golpes de estado de la izquierda no son «golpes de estado»: son «revoluciones») o con la baladronada de la proclamación del Estado catalán de Lluís Companys el 6 de octubre antes de que los golpistas catalanes huyeran por las alcantarillas.

Una II República que ni siquiera permitió la alternancia política al impedir que las derechas gobernaran porque tenían el estigma de no ser «lo bastante republicanas», según la izquierda y que cuando se atrevieron a hacer valer su mayoría en las urnas (octubre 1934), la izquierda en su conjunto (PSOE, el PCE y ERC) se levantó en armas contra el legítimo gobierno republicano. Esa era la II República que algunos ingenuos todavía idealizan.

El problema que tienen los Omar Lamin, los José Jaume, los Llorenç Riera o las Marias Antonias Olivers es que desde que Rodríguez Zapatero se sacó de la manga la memoria histórica, con la única intención de polarizar, cavar trincheras entre españoles buenos y malos, apelar a las emociones más tribales y sacar así réditos electorales, han aflorado multitud de historiadores que con sus obras han arrojado luz sobre lo que fue aquel infausto período de nuestra historia reciente. A día de hoy nadie puede invocar ignorancia dada la multitud de libros que al respecto han sido publicados en los últimos 20 años. Por eso dicen las Olivers no querer hablar de “Historia”, porque saben que sólo se pueden defender sus planteamientos desde la ignorancia, la deshonestidad intelectual y un sectarismo patológico. La II República fue un desastre en todos los sentidos y sólo podía terminar como terminó, con una Guerra Civil, hete aquí el mayor fracaso de un régimen que nació supuestamente para la concordia y convivencia entre españoles y murió en una guerra fratricida, con sus fundadores en el exilio.

Ni la memoria histórica tiene ningún sentido ni tampoco la memoria democrática, puesto que la II República no fue ninguna democracia ejemplar, al menos en los términos que defienden nuestros ignorantes memorialistas de pa i fonteta. No tiene perdón de Dios que Aurora Picornell fuera asesinada, como tampoco lo tiene que los mártires de Menorca o la beata Miquela de Petra lo fueran también a manos de milicianos frentepopulistas. Ahora bien, que la comunista Aurora Picornell fuera brutalmente asesinada por los militares nacionales en 1937 no la convierte en ninguna demócrata. En realidad, Picornell fue declarada en 1932 en busca y captura por las autoridades de la II República por «desobediencia e injuria a los agentes de la autoridad», lo que da una idea del respeto hacia la II República y la democracia que tenían comunistas como Picornell. Ninguno.

El comunismo siempre conspiró contra el régimen republicano y dejó de hacerlo en cuanto se hizo con el control en plena contienda, tratando de prolongar la Guerra Civil sin importarle alargar la agonía de los españoles. En realidad, nuestros memorialistas, basta ver su agresivo y violentísimo discurso contra Vox, con su silencio atronador ante las numerosas víctimas baleares del bando franquista como si fueran de segunda división por el hecho de tener «ideas equivocadas», lo que están reivindicando no es ninguna democracia ni ninguna legalidad republicana.

Ni sus antepasados idealizados de los que se autonombran herederos ni ellos mismos nunca creyeron en la democracia ni en la legalidad y en las mismas están, como vemos. Siguen aferrados al antifascismo de hace un siglo y en una búsqueda incesante de fascistas por todos lados, como si su antifranquismo trasnochado les diera un carné de superioridad moral sobre los demás. Entretanto, poniendo el foco en los crímenes de los unos y silenciando -incluso justificando – los crímenes de otros, nos preguntamos si su objetivo no será otro que el de encubrir y blanquear estos últimos.