Opinión

La nueva normalidad: más de lo mismo, pero peor

En julio, en plena campaña electoral autonómica en Galicia y el País Vasco, Sánchez anunció oficialmente la victoria sobre la pandemia, asegurando que la guerra al coronavirus había terminado, tras catorce semanas de confinamiento. Habíamos pasado toda la primavera sometidos al machaqueo de que del encierro «#saldríamos más fuertes», y que «#esa batalla la íbamos ganar». No hubo en este caso parte oficial como el 1º de abril de 1939, pero el mensaje no fue menos triunfal, invitándonos a disfrutar del tan anunciado oxímoron de la «nueva normalidad» conquistada. Es de sobras conocido cómo el Consejo de Ministros se tomó muy en serio el parte de la victoria, pues se fue al completo de vacaciones en agosto, con Sánchez entre La Mareta y Doñana. Por si ello no fuera suficiente, Don Simón, tras recomendar que se limitaran los desplazamientos, estuvo surfeando en las olas del Algarve portugués, mientras la segunda oleada del coronavirus amenazaba las costas españolas. El conjunto fue una conducta gravemente irresponsable, por cuanto se conocía que había un riesgo claro de rebrote de la pandemia en otoño, y esas semanas de contención de la curva en verano, debieron ser aprovechadas para prepararse para ello.

Si cuando se declaró el estado de alarma tras el 8-M se pudo invocar —aunque injustificadamente— que la situación era inesperada y desconocida, ahora ese argumento ya no resulta aceptable, cuando se ha tenido que someter al conjunto de la población a un toque de queda y a un previsible nuevo confinamiento indiscriminado, provocado un colapso económico y social sin precedentes.

Algunas conductas muy poco ejemplares por parte del Gobierno —y otros dirigentes políticos— en el cumplimiento de las normas de seguridad sanitaria exigidas a la población, ya cansada y decepcionada por tanta restricción y tan pocos frutos,  han acabado de generar un clima que sin duda está también detrás de los altercados y actos de vandalismo que se están produciendo en distintas y distantes localidades, desde Logroño a  Sevilla, de Madrid a Barcelona, pasando por Burgos y Zaragoza, entre otras muchas. Es un hecho que este creciente malestar ciudadano no debe minusvalorarse, y que a la población no puede plantársele ahora, como única respuesta ante el coronavirus, un toque de queda nocturno hasta mayo, sin control parlamentario ni judicial alguno. No es razonable pretender que los españoles vayan a aceptar esta «nueva normalidad» con la sumisión y resignación de la primavera pasada, con sus continuos  eslóganes publicitarios, como los que tuvimos que soportar entonces; y esas «ruedas de prensa» —por llamarlas de algún modo— como las conjuntas de Illa y Don Simón; o las interminables comparecencias sabatinas de Sánchez para luego no decir nada. Ya no están los ánimos para salir a los balcones a aplaudir a los sanitarios a las ocho, que necesitan cosas mas útiles para ser eficaces.

Es inexplicable que Alemania, por ejemplo, tenga unos datos de letalidad y mortalidad sin comparación posible con los nuestros, habiendo pagado aquí un precio muy superior al suyo. Quizás por eso Sánchez, tras encontrarse con un rechazo absoluto del Congreso a la censura por su gestión de la primera ola, se ha permitido no defender desde la tribuna este nuevo estado de alarma, e incluso ausentarse del hemiciclo durante su debate.

España es pródiga en rebeliones y motines que son Historia, por lo que lo sucedido estos días debe ser objeto de un adecuado control, pero también de una autocrítica reflexión antes de que sea demasiado tarde. De momento, junto a los nuevos vándalos urbanos, tenemos ejemplos que renuevan nuestra esperanza: ese joven adolescente «hijo de una barrendera de Logroño», que ha dado un testimonio de ejemplaridad que vale más que mil discursos, eslóganes y sabatinas presidenciales, y nos recuerda que no hay que rendirse. Ver a decenas de jóvenes seguir su llamada, lo confirma una vez más.

Tras la fallida censura a Sánchez, el debate político ha pasado de estar entre el Gobierno y la oposición, a serlo entre la oposición misma para ver quién la lidera. «Ancha es Castilla», puede decir Sánchez: «298 votos nos avalan».