El Nobel, la flotilla y San Pedro Sánchez
España, siempre España, resiste como santo Job, patrón secreto del contribuyente ibérico, y aguanta penitente como santa Rita de Casia —abogada de lo imposible— mientras salta en Granada, ay Granada, el esperpento de una edil socialista al proponer elevar a Pedro Sánchez a los altares, como si fuera san Francisco de Asís predicando a las palomas de Ferraz.
Ya no es suficiente el Nobel de la Paz, ese trofeo internacional de fingida admiración que buscan clonarlo como perro faldero en el collar del poder. Ahora, en Granada, se proponen hacer santo al presidente del Gobierno, y en España suenan las trompetas como si se estuviera convocando el juicio final del buenismo político.
Un dios de la guerra —que en otros tiempos llevaba uniforme, botas, órdenes claras— se ha convertido en un santo novel, subido a los altares por acérrimos seguidores, para quienes Sánchez no comete errores ni sustenta posibles casos de corrupción: tiene milagros que demostrar, toxinas que purificar, infieles que redimir; es decir, está pendiente el milagro de salvar a su mujer, a su hermano y al mismísimo fiscal general del Estado.
Porque la noticia de hoy: que España enviará un buque de la Armada —el Furor— para proteger la flotilla Global Sumud camino a Gaza, para custodiar activistas, ciudadanos, voluntarios, incluso políticos como Ada Colau tras parada técnica en Ibiza, estremece a cualquiera. Y no porque no entendamos la necesidad de ayudar a los gazatíes, que conste, esas víctimas que no tienen culpa de haber nacido en tierra dominada por el terrorismo de Hamás y que ahora penan de forma estremecedora.
Pero volvamos a este balcón popular, desde donde contemplo la España nuestra, y descubro que lo único que nos queda es, entre otros, el santo de la paciencia: ese que ya sabe que cada mes es un viacrucis de luz, hipoteca, combustible y alimentos. Este pueblo que no llega a fin de mes, que ve cómo la inflación devora sus ahorros, que contempla cómo los escándalos sacuden al PSOE hasta los huesos —con un fiscal general tambaleante y la corrupción como mancha vieja que nunca se borra—, y que, sin embargo, termina aplaudiendo las procesiones mediáticas porque, engañado, se reconoce en unos altares que no son suyos.
El PSOE ha perdido los papeles, sí: se ha equivocado de guion, ha confundido mitos con realidad, discursos con miseria. Puigdemont, obligado a mirar hacia otro lado, cómplice por silencio o por conveniencia, forma parte de este sainete. No es sólo que participe: es que la política española se ha convertido en suciedad ritual, en culto al líder, en santificación de gestos, en egolatría institucional.
Mientras gritamos canonización, Nobel, alto al bloqueo, muchos españoles siguen sin gas en la cocina, sin poder pagar el colegio de sus hijos, sin creer que la política pueda enmendar algo más que rumores. Estamos en la España del esperpento: el líder elevado a santo de sus causas y su corte predicando elogios…
Y lo peor: vemos cómo lo ridículo no asusta, cómo lo grotesco se naturaliza, cómo los santos inventados se convierten en emblema. En otras naciones, al líder se le exige resultados, coherencia, humildad. Aquí: liturgia, fuego artificial, vigilia del aplauso, desfile de devoción pagana.
Porque si seguimos permitiendo que se santifique lo que debería juzgarse —la corrupción, el despilfarro, el cinismo—, no habrá Nobel que esconda el vacío, ni altar que consagre la mentira. La política no puede ser sólo puro ritual, ¡cuánto nos cuesta ya vivir!, ¡cuánto cuesta ya la verdad!
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