Opinión

Leyes ideológicas: lo que el ojo no ve

En la celebración del 40 aniversario de su ascenso al poder, el ex presidente socialista Felipe González, escoltado en un atril por sus sucesores Zapatero y Sánchez, nos dejó esta sonora frase para la posteridad: «En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad».

Ese ataque de sinceridad, que hoy sólo puede permitirse alguien ya totalmente alejado de cualquier responsabilidad de gobierno, pone crudamente sobre la mesa la manida figura del relato. Que es la obsesión de la mayoría de los políticos por controlar férreamente la comunicación e incluso por silenciar las voces discrepantes, vendiendo a los ciudadanos más despistados el concreto mensaje propagandístico que a ellos les interesa colocar.

Un ejemplo clamoroso de relato, que muy poco tiene que ver con la dura realidad, lo constituye la reciente presentación de dos Leyes ideológicas que los políticos de Podemos han impuesto al gabinete de Sánchez para mantener su apoyo de gobierno. La ministra de Igualdad, Irene Montero, una mujer osada pero ignorante sideral en un montón de materias -entre ellas la jurídica- ha demostrado un empeño inusitado en que el Parlamento apruebe sus dos Leyes estrella. Que son las llamadas popularmente Ley del sólo sí es sí (ya en vigor desde el pasado 7 de octubre, como reforma del Código Penal) y Ley Trans, aún en proceso de tramitación parlamentaria.

La Ley del sólo sí es sí, como ha desmenuzado el abogado penalista José María de Pablo, contiene algunas previsiones que causarán sorpresas desagradables. Aparte del engaño general de que ahora las relaciones sexuales se centran en la existencia de consentimiento, cosa que desde hace 200 años ya lleva regulado así, la eliminación de la diferencia en el Código Penal entre los delitos de abuso y de agresión sexual, que ahora se concentran en la segunda modalidad, hará que los ya condenados por abuso soliciten una rebaja de sus penas, en aplicación del principio general de retroactividad de la norma penal más favorable. Efecto que el Ministerio de Igualdad, entusiasta promotor de la Ley, ha demostrado ignorar como si se tratara de física cuántica. Ya se han publicado en los medios los primeros casos de solicitudes de rebaja de condena, en cuyo honor propongo un sonoro brindis por nuestra genial líder feminista Irene Montero.

En cuanto a la Ley Trans, Montero la ha defendido como garantía de los derechos del colectivo LGTBI «para no ceder ni un milímetro a los reaccionarios», añadiendo que «no podemos hacer esperar más a las personas trans y a la comunidad LGTBI para que sus derechos sean Ley, sin un solo derecho menos». Pero, tal vez para no desentonar en el gabinete de Sánchez, nuestra ministra de Igualdad miente. Primero, porque cualquier ciudadano español goza de plena igualdad ante la Ley para ejercitar los derechos que quiera, se sienta varón, hembra, asexual o de género fluido. Nadie puede negar que hoy todos tengamos en España exactamente los mismos derechos. Muchos transexuales españoles llevan años cambiando de sexo sin que las leyes les supongan impedimentos. Pero lo que Montero y sus correligionarios quieren, aunque para nada se atrevan a manifestarlo, no va exactamente por ahí. Ellos pretenden aumentar, de forma exponencial, el número de gente trans -aprovechando la vulnerabilidad y trastornos hormonales típicos de la juventud, y aunque luego se arrepientan en el futuro- para ampliar a su conveniencia su actual base electoral. Su batalla no resulta desinteresada.

Este polémico proyecto de ley contiene, desde un punto de vista estrictamente jurídico -aunque también científico, ya que cuenta con la expresa oposición de numerosos Colegios Médicos y Sociedades de Psiquiatría-, una serie de barbaridades difícilmente tolerables. La llamada autodeterminación de género, que es la fijación legal de un nuevo género para cualquier persona de cara al futuro, podrá solicitarse a partir de los 14 años -sin presentar siquiera el DNI- para someterse a tratamiento hormonal o incluso a una cirugía irreversible (el cambio de sus órganos sexuales), sin existir asesoramiento médico ni control judicial o de los propios padres del menor.

Las previsiones de la nueva Ley contienen algunos disparates de un calibre inusitado para ser aplicados a personas menores de edad, que sufren la inestabilidad propia de la adolescencia y viven una etapa de su vida en la que resultan enormemente influenciables. En la misma edad en que el Derecho prohíbe en general a los menores celebrar contratos o contraer obligaciones, Montero quiere que les dejemos cortarse el pene sin que nadie de su entorno tenga nada que decir. Sólo con la perversa la intención de que le voten unos puñados de jóvenes más.

Los viejos jurisconsultos romanos, ancestros lejanos de nuestro Derecho actual, deben estar revolviéndose en sus polvorientas tumbas viendo en qué zopencas manos hemos dejado hoy la elaboración de las Leyes.