Ley de Claridad, el turrón malo que nadie se come y siempre vuelve
Y no de la claridad de las velas y luces de Navidad. Como un turrón que nadie se come y vuelve y vuelve cada Navidad, así ha vuelto a aparecer perfectamente rancia la apelación a la ley de la Claridad (Clarity Act) de Quebec en el Parlament de Cataluña. La cantó, y cantaba mucho, el niño Aragonés. La parte buena es que nadie hace caso de eso, pues menudo ejemplo Quebec para nosotros. Décadas de estrés político han dejado una profunda huella en el corazón del país, además de echar a perder la convivencia y hacerle un roto a la economía.
El drama de los dos referéndums fallidos, unido a las leyes sobre el uso de la lengua —muy en particular la Charte de la Langue Française de 1977, que consagró el francés como idioma público oficial— provocaron un auténtico éxodo de ciudadanos angloparlantes: 200.000, nada menos, entre 1976 y 1995. Un período de esplendor en el que Montreal fue la sede de unos Juegos Olímpicos y muchos otros eventos internacionales -tan parecido a Cataluña- quedó atrás como ha quedado atrás el esplendor de Barcelona.
También, al igual que ahora Madrid, Toronto tomó la delantera y, por lo que parece, para siempre jamás. Naturalmente, Quebec también sufrió una estampida de empresas: aún hoy, ciudades con un tercio de la población de Montreal, como Calgary, poseen más oficinas comerciales que la capital. Las similitudes con Cataluña son importantes, aunque hay alguna diferencia de peso. El nacionalismo parece más limitado en Quebec, con un 35% más o menos de ciudadanos favorables a la independencia.
Al igual que ocurre en Cataluña, el profesorado quebequense está empapado de ese izquierdismo trasnochado que simpatiza con la liberación de los pueblos, aunque sea del suyo, donde se vive de maravilla. Y suelen asimilar a los «unionistas» con la derecha y, como no, a lo «facha». Hay semejanzas incluso en la política migratoria: Quebec, como Cataluña, ha favorecido la llegada de inmigración musulmana del norte de África —francófona—.
Iniciativas como la ley de Claridad, aprobada en 2000, han despejado algo el panorama, sobre todo al reforzar la posición del gobierno federal, cosa que aquí no cuentan. Con esa ley, la pelota de la iniciativa está en el tejado de la Cámara de los Comunes, cuyo equivalente en España es el Congreso de los Diputados. Hubiera hecho bien el Sr. Aragonés en leérsela a sus lazistas. Les hubiera fastidiado els canelons, ver que ahí cualquier proceso unilateral o cualquier intento de desmembramiento está pero que muy mal visto. Que te la cargas, vamos. Y eso de que se necesiten menos votos para proclamar la República que para elegir nuevo director en TV3 ya no.
Se requiere una ‘mayoría reforzada’ para empezar a negociar la secesión. No basta el 51%. Todos los partidos políticos con representación parlamentaria en la provincia secesionista tienen que aprobar resoluciones o declaraciones oficiales a favor de la independencia. Es como si aquí tuvieran que estar de acuerdo en estas negociaciones, ya no digo el PSC, que haría cualquier cosa, sino también Vox, Ciudadanos y el PP. Igual no participaban ni los Comunes. La ocurrencia navideña de Aragonés no va a ninguna parte, y es sólo para que los suyos se crean que la gent més preparada del món sigue estudiando y pensando. Porque leerse esa ley de la Claridad no lo van a hacer. Y es una pena, pues, aprenderían de la experiencia de gente con ideologías endémicas perniciosas, como en el caso de Cataluña. Y de cómo se han dotado de una vacunan que parece muy muy efectiva.