Opinión

Jesús González-Green, por su hijo

El primer día que fue al colegio, su padre le dio una orden: «Peléate con el más fuerte». A los seis años buceaba, a los doce conducía por carretera, a los trece pilotaba un globo aerostático y a los quince fue campeón del mundo de Aerostación, en la categoría junior. Ser hijo de una personalidad como Jesús González-Green, uno de los aventureros más conocidos de la contemporaneidad, marca la diferencia: «Para mis amigos era un súper-padre. Todo lo hacía de manera diferente. Yo veía cómo los demás advertían a sus hijos de que tuvieran cuidado, de que no se mancharan, y en mi casa todo eso daba igual».

Conocí a Sancho González-Green y Fernández de Loaysa una noche de primavera del año 2015. Un amigo común organizó un tapeo en el sevillano barrio de El Porvenir. Sancho venía de Madrid a hacer un par de vuelos. Recuerdo el momento exacto en que nos presentaron. Nos miramos y nos reímos con ganas (y sin motivo): ya estaba todo dicho. Días después nos recogió a mi hijo pequeño -que tenía entonces ocho años- y a mí con su furgoneta para volar una cometa. De manera natural, mi hijo se ató el cinturón de seguridad. Sancho se giró de inmediato y le dijo: «¿Qué haces? ¡Desabróchate eso ahora mismo!». Así, sin lenguajes místicos ni cinismo, fui conociendo su personalidad, educada en un ambiente refractario a lo convencional.

El pasado jueves, un día lluvioso y melancólico, quedamos para almorzar en el Madrid de los Austrias. A pesar de la lluvia, llegó en su moto, con su eterna sonrisa. El ambiente invitaba a la confesión. Me habló con franqueza de su infancia y de la figura de su padre. Tiene sus mismos ojos celestes, aunque su carácter templado y dulce dista mucho del temperamento del aventurero sevillano. Me contó que a su padre le correspondía el marquesado de Monteflorido, pero que poco le importó esa distinción a un hombre que pensaba hacer historia por sí mismo, así que se lo cedió a su hermana Pilar, la actual marquesa. «Mi padre con dieciséis años se fugó a Marruecos y se hizo un tatuaje en el brazo, un ancla. Casi se muere por la infección que le produjo».

Con sus ojos muy abiertos, Sancho narraba con orgullo que el 4 de febrero de 1992 salió su padre en globo desde Canarias a las cuatro de la madrugada y, cinco días y medio después, aterrizaba a 200 kilómetros de Caracas, en Monagas: había cruzado el Atlántico. Me daba los detalles técnicos del vuelo con minuciosidad. «La aventura más escandalosa fue la que vivió en el Zaire, dónde estuvo a punto de ser fusilado en medio de un bosque, el ruido de un avión le salvó la vida; después estuvo una semana en un zulo de dos por dos». Y así sucedía el almuerzo, entre aventura y aventura, hasta llegar al parche que lleva su padre desde hace una década: «Fue por un masaje tropical. Le empezaron a meter los ojos hacia adentro porque le decían que así se relajaban. Aunque la realidad es que se le cayó de golpe la retina». Risas francas decoraban aquel día frío y gris. «Así parece un pirata. Sus nietos le llaman Papá Barba».

El humor errabundo nos hacía serpentear por otros temas. Intenté que me hablara más de él, pero siempre aparecía su padre. «A veces me trata como a un esclavillo», se atrevió a confesarme, sin evitar ni en ese caso la inmensa admiración que siente por él. «Nunca me puso las cosas fáciles». La melancolía se mezclaba con el afecto y el orgullo con el calvario, ese que de alguna manera llevamos todos. Cubrir para televisión guerras en Yemen, Afganistán o Arabia Saudí es fascinante, bucear y encontrar un barco hundido también, qué duda cabe, hazañas todas estas de un hombre dueño de una fortaleza superior; pero también es maravilloso tener un hijo como Sancho. Y así cerramos la cámara espiritual, se nos acabó el tiempo, un abrazo sincero y fraternal, y la promesa de repetir pronto.