Opinión

Irene Monterova, doctora en Sexología

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

La sexología es a la psicología, qué decir de la psiquiatría, como un peón caminero a un ingeniero de canales, puertos y de carreteras. Monterova ha descubierto, en su perspicacia doctoral, que hasta llegar ella al poder acompañada de toda su caterva de insolventes sectarias, ningún mortal se lo había pasado chupi practicando la coyunda.

El homo erectus, uno de nuestros antepasados primates, digo yo que se ha llevado el adjetivo durante siglos y más siglos no sólo porque un día decidió ponerse de pie para mayormente correr tras los diplodocus, sino para que una parte de su cuerpo -caso del macho- se colocara en primer tiempo de saludo, y se atreviera a pedir a su hembra un poquito de rock and roll. Si hubiera estado de por medio la doctora Monterova (diplomada en sexo por Rumanía, que allí también hay merluzas, aunque no sólo en el Mar Negro), Erectus estaría fichado por Hacienda. Y el viejo Erectus no se hubiera comido una rosca. ¿Por qué? Porque no le hubiera presentado a la parienta, o a la Eva de turno, los papeles en regla del consentimiento. Faltan horas -ya lo verán- para que la doctora Monterova alumbre una ley, en forma de decreto que es la preferencia de estos leninistas, que exija el carné de identidad a los varones antes de que estos tengan a bien engatusar a la hembra. Un monologuista regional, todavía no muy famoso, describe
la situación (literal) de esta guisa:

¿Exagerado? Comprobarán en poco tiempo que no. Monterova ha encontrado en su campañera de fechorías una aliada más leal que Bielorrusia a Putin. Belarra está ahora por convertir a los animales, mascotas desde luego incluidas, en personas humanas, humanas porque en los hombres el adjetivo está de sobra, es una agrafía de simuladores de cultura, como es el caso que nos ocupa. Pues bien, dado que la auxiliar de sexología, la titular es Monterova, amenaza con multar gravemente a quienes dejen que sus perras o gatas se queden preñadas de cualquier zangolotino, ¿tendremos que pedir los españoles permiso cierto a estas sexólogas de Buenos Aires para embarazar a nuestras parientas? Se rumorea que los dos ministerios están preparando el correspondiente decreto que contendrá, a mayor inri, esta cláusula: la presentación indispensable del DNI para recibir el consentimiento de la señora. Se trata de construir una nómina nacional de usuarios del sexo. Es tan asombrosa la bibliografía de estupideces del Gobierno que cualquier imbecilidad, o aberración que se le ocurra no sólo es probable sino posible. Por ejemplo: ¿quién iba a pensar que Bolaños acusaría a la oposición de haber investigado a su jefe monclovita? Bien: eso ha sucedido.

Pero volvamos al caso que escribiría el depurado José María Pemán. Monterova tiene un objetivo universal, de los que marcan época como las noventa y cinco tesis de Lutero. El fin no es otro que convertir a los hombres -especie ahora perseguida aunque llegará el tiempo en que será especie protegida- en subsidiarios del sexo. Si Monterova y su auxiliar Belarra atrapan ahora a aquella heroica Esther Vilar, que se atrevió a
describir las penalidades por las que pasa en su vida diaria El varón
domado, se construirían piras por España entera para incinerar a la transgresora. Escuchando y leyendo las bobadas de las infrascritas, vengo a recordar al apocalíptico jesuita Iraolagoitia que se hizo famoso, bien entrados los sesenta y setenta, anunciando la llegada inminente del fin del mundo y también, como antecesor de la doctora Monterova, ordenando a sus oyentes (¡y «oyentas», por Dios!) que sí apostaban por la procreación sin límites, deberían apartar de sus mentes y sus gestos cualquier gozo procaz. El traer hijos al mundo, vociferaba Iraolagoitia, no puede ser un festín lujurioso.

Ya constatan que la doctora Monterova no ha hecho más que clonificarse en un jesuita. Le ha copiado literalmente. Iraolagoitia era, en todo caso,
más considerado que estas apóstoles (¡Por Dios, «apóstalas»¡) del nuevo sexo. El cura, al final de su exordios estremecedores, se retraía un pelín y terminaba así: «En todo caso, señoras y señores, lleven el caso a sus directores espirituales, ¡consúlteles!». No guardo noticia de que ningún
conocido de este temerario periodista hiciera caso a la recomendación. Es más: un amigo del Bachillerato con el que comentaba este episodio, me dijo en su momento: «Yo soy del plan antiguo, me valgo por mí solo». Era
un impío mi amigo el rebelde. Si ahora sobrevive a la doctora Monterova y a su auxiliar de sexo, Belarra, recordará que si no hubiera pasado el
tiempo ese trance, y seguro, porque era un resistente reaccionaría así: «A
mí, esto del sexo ya se me ha ido de pantalla, pero ¡hay que j……!».

Pues eso. Monterova ha decretado que es alguien para meterse en nuestras camas, para arbitrar cómo debe ajustarse el sexo por placer, el más habitual, o para la procreación, que de eso cada día hay menos. Estos tipos/tipas no es ya que nos quieran sobornar, caso Bolaños, sino que nos quieren salvar… a su manera. Al final, en serio: la intención es que el Estado se introduzca hasta en nuestras más privadas entretelas. Y todo, claro está, lo hacen por nuestro bien, porque estamos todavía en el Medievo de la civilización. No citan, eso no, ejemplos. Se olvidan, por ejemplo, de los zurriagazos que le propinaba a Nadia, la revolucionaria esposa de Lenin que no aceptó ser el florero bolchevique de su amo y señor y que zurró la badana al asesino Stalin. Esto no le vale a la doctora Monterova que, a lo mejor y cuando se termine su okupación ministerial, abre un gabinete con esta placa: «Irene Monterova, doctora en Sexología». Y debajo un lema: «Hombre sometido, mujer viva». Se hinchará.