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Opinión

¡Inversión o miseria!

“El capital huye de donde lo castigan y corre hacia donde lo protegen.”

Jesús Huerta de Soto

Huerta de Soto lo explica con la sutileza de un cirujano y la contundencia de un estratega militar. El capital no es una abstracción ni una entelequia ideológica: es puro instinto de supervivencia. Se comporta como un animal inteligente que no pide permiso, que no entiende de sentimentalismos patrios ni de discursos ministeriales, que no atiende a ruedas de prensa ni a promesas de estabilidad fiscal. Simplemente se mueve. Se desplaza donde puede respirar. Y huye —corre, literalmente— del lugar donde lo exprimen, lo sospechan o lo insultan.

España lleva décadas, quizá demasiadas, confundiendo inversión con caridad, empresario con sospechoso, beneficio con pecado y fiscalidad con expiación. Es un país que proclama, con un fervor casi religioso, que quiere atraer talento, capital y empresas, mientras diseña un ecosistema institucional que ahuyenta incluso a los ingenuos. Tenemos ministros que hablan de emprendedores como si fueran un mal necesario, y altos cargos que se refieren a los beneficios empresariales con el tono moralizante de quien reprende a un niño travieso. Luego llega la realidad, y la realidad es que los países que tratan al capital como un aliado prosperan, mientras los que lo tratan como un enemigo se hunden. Y nosotros, por desgracia, llevamos años compitiendo en la categoría equivocada.

Es fascinante observar cómo, a unas pocas horas en avión, un pequeño país báltico que hace treinta años estaba reducido a escombros administrativos ha entendido la esencia de la prosperidad moderna. Estonia decidió que si quería atraer capital tenía que dejar de demonizarlo. Apostó por un modelo fiscal revolucionario en su simplicidad: cero por ciento de impuestos sobre los beneficios que se reinvierten. Nada. El mensaje era casi infantil en su claridad: crea aquí, reinvierte aquí, crece aquí y no te penalizaremos por hacerlo. Sólo tributará lo que decidas sacar en forma de dividendos. El resultado no es magia ni suerte: es economía básica. Su PIB per cápita se ha multiplicado de forma exponencial, su deuda pública es ridícula comparada con la nuestra y su ecosistema tecnológico se ha convertido en una referencia mundial. Todo ello sin necesidad de comisiones de expertos, sin cumbres pomposas sobre el futuro del empleo, sin discursos inflamados sobre el progreso social. Sólo incentivos bien alineados.

Al otro lado del Atlántico, Estados Unidos ha llevado esta lógica a su máxima expresión. Las famosas LLC, esas criaturas jurídicas tan demonizadas por los burócratas europeos, son la síntesis perfecta de una filosofía: deja que el capital llegue, opere, genere riqueza y se vaya cuando quiera. Un no residente puede constituir una LLC en Wyoming o Delaware en menos de dos días, sin viajar, sin peregrinajes notariales, sin demostrar pureza ideológica ni rellenar formularios interminables. Si su actividad no genera renta de fuente estadounidense, su impuesto federal es cero. Cero absoluto. Un número hermoso en su frialdad. Presenta un formulario informativo y listo. Estados Unidos gana incluso cuando no cobra: gana por las comisiones bancarias, gana por el empleo auxiliar, gana porque ese capital, aunque no tribute, activa engranajes, facilita flujo, crea conexiones y robustece su ecosistema financiero.

Y entonces está España. El país que decide jugar a la ruleta rusa fiscal con un cargador lleno. Aquí seguimos convencidos de que el impuesto de sociedades del 25 por ciento es razonable, que la Seguridad Social es una especie de cuota espiritual que purifica al empleador, que la burocracia es una prueba de fe que todo empresario debe superar si quiere demostrar su compromiso con la patria. Cada trámite es un recordatorio, cada formulario un reproche, cada inspección un suspenso moral. Y luego nos preguntamos, con un aire entre indignado y sorprendido, por qué miles de empresas trasladan su sede fiscal a Portugal, a Andorra o directamente a estructuras americanas.

La respuesta es tan obvia que duele: se van porque pueden, pero sobre todo porque deben. Porque quedarse es asumir que el Estado es socio mayoritario, inspector permanente y juez último. Porque quedarse es renunciar a competir en igualdad de condiciones con jurisdicciones donde la riqueza no es sospechosa. Porque quedarse es aceptar que la acumulación de capital —esa columna vertebral de cualquier sociedad próspera— está penalizada no solo fiscalmente, sino culturalmente.

Mises lo escribió hace un siglo y sigue siendo la lección económica más ignorada de Europa: el ahorro voluntario es la única fuente real de capital. Rothbard lo desarrolló con una ferocidad quirúrgica: todo impuesto sobre los beneficios es un ataque directo a la acumulación de capital, es decir, a la prosperidad futura. Y Hayek, siempre lúcido, nos recordó que el conocimiento no está en los despachos ministeriales, sino disperso entre millones de individuos que actúan, arriesgan y crean. Pero aquí seguimos confiando en que las comisiones de expertos y las reformas parciales arreglen lo que una estructura fiscal perversa destruye sistemáticamente.

Hay una verdad que nadie se atreve a pronunciar con claridad en España: la riqueza no se decreta, se construye. Y para construirla hacen falta inversores que arriesguen, empresas que innoven, trabajadores que produzcan y un marco institucional que no funcione como una zanja llena de impuestos, cotizaciones y requisitos absurdos. España podría atraer capital como pocos países del mundo. Tenemos talento, tenemos clima, tenemos infraestructuras, tenemos ubicación, tenemos calidad de vida. Lo único que no tenemos es sensatez fiscal.

La propuesta no es revolucionaria. No se trata de desmontar el Estado, ni de abrazar un capitalismo salvaje como suelen caricaturizar quienes viven del gasto público. Se trata de copiar lo que funciona. Crear una figura similar a la LLC americana, ágil, directa, competitiva y fiscalmente neutra mientras no haya actividad en España. Adoptar un impuesto societario estonio: cero por ciento sobre beneficios reinvertidos. Reducir la cotización social para nuevas contrataciones. Simplificar la burocracia. Hacer lo que cualquier país serio haría si de verdad quisiera atraer inversión.

Pero aquí preferimos lo contrario. Preferimos que el talento emigre, que las empresas huyan, que los jóvenes sueñen con un trabajo estatal y que el capital busque refugio en jurisdicciones donde no lo tratan como si fuera un intruso. Preferimos el orgullo ideológico al pragmatismo económico, la retórica a los incentivos, el dogma a la realidad.

Así seguimos, año tras año, lamentándonos de nuestra falta de competitividad mientras ignoramos los cimientos que la sostienen. La inversión no llega por patriotismo ni por discursos. Llega porque puede crecer. Llega cuando el marco fiscal es estable, cuando la burocracia es mínima, cuando el Estado no actúa como un depredador recaudatorio sino como un garante básico del orden. Llega cuando tratamos al inversor con el respeto estratégico que merece y no con la desconfianza de quien teme que alguien gane dinero sin pedir permiso.

España podría estar compitiendo con Irlanda, con Estonia, con los estados más dinámicos de Estados Unidos. En lugar de eso, compite con su propia incapacidad para aceptar que no hay prosperidad sin capital y no hay capital sin libertad económica. La ecuación es simple, pero aquí seguimos empeñados en complejizarse con decretos, comités y discursos moralistas.

Quizá haya llegado el momento de reconocer algo que parece tabú en nuestra esfera pública: el capital no es el enemigo. El enemigo es el prejuicio fiscal, el romanticismo burocrático, la convicción infantil de que el Estado puede recaudar indiscriminadamente sin consecuencias. No puede. Y las consecuencias están aquí: menos inversión, menos productividad, menos innovación y menos futuro.

España está ante una bifurcación. Puede seguir espantando el capital mientras observa —con una mezcla de envidia y resignación— cómo otros países capturan la riqueza que nosotros expulsamos. O puede hacer lo único sensato: dejar de asustar al dinero. Porque cuando un país deja de penalizar la creación de riqueza y empieza a facilitarla, la economía se expande, los salarios suben, el empleo mejora y la sociedad entera avanza.

La pregunta ya no es qué debe hacerse. La pregunta es cuánto más estamos dispuestos a perder antes de hacerlo.

Gisela Turazzini, Blackbird Bank Founder CEO