Opinión
Apuntes incorrectos

La inflación persistente que puede laminar a Sánchez

Quizá la gente corriente no entiende del todo el concepto de inflación, pero sabe perfectamente, porque lo padece, cuál es su origen: el crecimiento generalizado y sostenido de los precios. Y está persuadida de que sus efectos son muy perjudiciales. El poder adquisitivo se resiente, el ahorro pierde valor y capacidad de compra y de inversión, los márgenes empresariales se ven notoriamente castigados, la capacidad de competir de las compañías se reduce y, como suma total, las posibilidades de recuperación de la actividad y del empleo disminuyen. El asunto crucial es discernir si la explosión actual de los precios es transitoria o si va a enquistarse durante un buen tiempo. Y todo apunta a que el tumor se ha asentado cómodamente en el tejido productivo y que nos acompañará al menos durante todo el año que viene.

La causa de este fenómeno es que, de manera insólita, un exceso de demanda ha tropezado con una restricción en paralelo de la oferta, una combinación prodigiosamente nociva. El empuje de la demanda tiene que ver con el larguísimo tiempo de políticas monetarias relajadas: de dinero barato, con tipos de interés reales negativos y un activismo desconocido de los bancos centrales para financiar a los gobiernos comprando la deuda en que incurrían para combatir los efectos, primero de la crisis financiera, y ahora de la pandemia.

Este monetarismo exuberante ha coincido con políticas fiscales muy agresivas: un gasto público disparado que ha roto todos los corsés tolerables de la deuda de los estados desarrollados. La acumulación de ahorro a lo largo de la crisis, más el efecto riqueza provocado por la revalorización de las bolsas y del mercado inmobiliario, han aumentado adicionalmente el margen de liquidez. España es uno de los ejemplos de este juego de circunstancias que no suele conducir a nada bueno.

Pero si al mismo tiempo la oferta no comparece para satisfacer plenamente la demanda debido al colapso de las cadenas de suministro, los problemas del transporte mundial y la escasez de provisiones para alimentar la industria, por ejemplo la del automóvil, la transitoriedad se esfuma y surge la persistencia. La persistencia, que no es igual que la permanencia, no deja de ser bastante inquietante.

Naturalmente que el mercado acabará ajustándose y que la oferta terminará por recuperarse, pero no pronto, porque se requieren inversiones para fabricar los chips que ahora faltan, así como la otra clase de productos que escasean y que son imprescindibles para alimentar la industria, y éstas tardan en madurar y en producir sus resultados. Además, la transición energética irracional en la que se han embarcado los estados desarrollados va a contribuir a restringir la oferta de petróleo y va a mantener alto el precio del gas en 2022 como mínimo. Y hay un último factor tan inédito como alarmante: la falta de mano de obra que se aprecia en muchos países del primer mundo, de camioneros, de obreros de la construcción, de recolectores de cosechas, etcétera. Que esto suceda en España, con la mayor tasa de paro de Europa y el mayor nivel de desempleo juvenil es realmente una proeza que no parece alarmar al gobierno irresponsable que dirige los destinos de la nación.

La suma de todos estos acontecimientos desgraciados apuntala la idea de que los precios se mantendrán altos por mucho tiempo, empujando las demandas sindicales en favor de salarios más elevados para combatir la pérdida de poder de compra, o de los pensionistas para no verse agraviados por esta escalada, o de las empresas para conservar lo más posible sus márgenes de beneficio, formando una espiral venenosa. Basta ver lo sucedido en Cádiz, donde el violento conflicto desatado en el sector de los astilleros se ha apagado a cambio de indiciar en el futuro los salarios a la inflación, para hacerse una idea de lo que nos espera con el resto de los colectivos damnificados en busca de preservar sus intereses, pero conspirando contra el bienestar común.

En otros tiempos, la manera ortodoxa de combatir esta deriva era subir los tipos de interés para cortar de raíz la inflación aún a costa de frenar la recuperación de la actividad. Pero si una de las claves de lo que está ocurriendo es un ‘shock’ de oferta, los resultados de endurecer la política monetaria son siempre dudosos, o casi nunca tan efectivos.

En Estados Unidos, el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, ha sido el primero en afirmar que la inflación ha dejado de ser temporal y ha anunciado la pronta retirada de los estímulos que llevan demasiado tiempo impulsando la actividad, incluyendo una rebaja de los tipos de interés. En Europa, el banco central de Fráncfort no se va a atrever a tanto, pero cada vez es más claro que en muy poco tiempo va a reducir aceleradamente la compra de deuda de los estados. No subirá los tipos de interés a corto, pero la política restrictiva que empezará a aplicar complicará mucho la vida de gobiernos como el español, que tendrán que colocar sus bonos en el mercado a precios cada vez más altos si quieren mantener su explosiva política de gasto público en pos de una equivocada y aberrante justicia social.

Sánchez no va a poder gastar sin control, de manera indiscriminada y arbitraria como hasta ahora. Por otra parte, inversión del exterior va a venir poca porque las rentabilidades esperadas son menguantes. Esta alianza de factores hará que el difícil equilibrio del Gobierno español, que se sostiene con alfileres, vaya debilitándose y que el atrabiliario optimismo oficial parezca cada vez más una ofensa. El aumento de los precios va a producir un incremento de la conflictividad social, que se verá agravada por unos datos económicos cada vez más esquivos. La vicepresidenta Calviño dice que es normal que la inflación suba porque es la consecuencia inmediata de la intensidad de la recuperación, pero, como de costumbre, esto tampoco es verdad. En España están subiendo los precios más que la media europea al tiempo que el crecimiento de la economía es el más lento de la Unión. Sería terrible que, inadvertidamente, corriéramos el riesgo de incurrir en la senda de la estanflación: camino de una actividad mortecina y unos precios al alza.

El presidente Sánchez sigue inasequible al desaliento asegurando que la economía va viento en popa y que el año próximo veremos una aceleración sin precedentes basándose en unos datos de empleos engañosos, cuya pujanza se asienta en el crecimiento desordenado e inconveniente de los funcionarios y de los empleados públicos incompatible con un sistema productivo sano. En contra de la propaganda oficial, lo cierto es que España atraviesa una situación tremendamente frágil y que cada vez hay más dudas razonables de que la llegada de los fondos europeos la pueda reparar. De momento, somos los últimos de Europa y no hay indicios de que vayamos a enderezar esta coyuntura desagradable e incómoda con el nuevo Gobierno alemán y el resto de los socios empujando por la normalización de la política monetaria y fiscal, el control del gasto público y por la observancia recobrada de las reglas del juego que han sido históricamente claves para edificar, asentar y convertir en un éxito la unión monetaria.