El hombre que salvaba vidas
A Carlos Corral Corral, doctor en Medicina, in memoriam
Recuerdo el momento en que, saliendo ya de la infancia, descubrí un don extraordinario en mi hermano Carlos, el mayor de los chicos. No era sólo, como un día nos reveló nuestra madre, que hablara antes de nacer, en su seno. Lo que para los hermanos pequeños tenía de admirable Carlos, entre otras muchas cosas, como su juvenil carrera deportiva en baloncesto con sus cerca de dos metros de altura, era que salvaba vidas.
Lo contaba él mismo cuando regresaba de sus guardias como médico en el Hospital Clínico San Carlos, después de sacar de un paro cardíaco a un enfermo, a veces, como reconocía, con alguna fisura de esternón incluida. Como si sus manos inmensas taponaran en la cancha un lanzamiento de la muerte bajo la canasta.
Creo que a mi hermano Carlos le fortaleció en su vocación el ejemplo de nuestros ancestros médicos, a quienes investigó a fondo con la voluntad de dar sentido a su propia entrega en la misión de aliviar el dolor y la angustia de los demás.
Así, estudió el papel de nuestro bisabuelo León de Corral en la lucha contra una epidemia de cólera en la localidad riojana de Alfaro, donde publicó una cartilla para el cuidado del paciente y la prevención. O el tratado de patología general que éste escribió y en cuya última edición colaboró su hijo José María, nuestro abuelo.
Carlos tenía acreditado que el primero que postuló la candidatura de Ramón y Cajal para el Nobel de Medicina fue nuestro bisabuelo León, de la misma manera que el primero que presentó la de Severo Ochoa fue nuestro abuelo José María, quien le acompañó a recoger el galardón junto con el neuropatólogo Fernando de Castro. Está publicada y comentada por mis hermanos Carlos e Íñigo la carta que don Santiago escribió a nuestro bisabuelo relacionando sus méritos para conseguir el premio del Instituto Nobel.
De Ramón y Cajal a Ochoa discurre un legado de grandísima relevancia para la ciencia española, parejo a la Edad de Plata de la literatura, a cuyo estudio Carlos se dedicó con entusiasmo también por devoción a sus ancestros. Allí descubrió al Juan Negrín científico, con quien nuestro abuelo José María colaboró fructíferamente en el laboratorio de fisiología de la Junta para Ampliación de Estudios, establecido entre 1925 y 1935 en la Residencia de Estudiantes primero y después en la Facultad de Medicina de la Ciudad Universitaria.
Aquella auténtica escuela de amistad y convivencia entre diferentes, de la que formaron parte Severo Ochoa, José María y Francisco García Valdecasas, Blas Cabrera o Francisco Grande Covián, fue arrasada por la Guerra Civil y el exilio, también materialmente: en las fotos captadas por el reportero Robert Capa en la Facultad de Medicina de la Ciudad Universitaria, Carlos logró identificar por el instrumental el nuevo laboratorio instalado allí por Negrín y nuestro abuelo, ocupado por los efectivos del batallón Commune de París, de la XI Brigada Internacional, durante la batalla de Madrid.
Los libros de la biblioteca del laboratorio sirvieron de parapeto a los combatientes. El abuelo José María organizó en plena guerra un plan de rescate de aquellos volúmenes, retirándolos de las ventanas de la Facultad de Medicina con ayuda de sus hijos adolescentes Carmen y José María. Muchos ejemplares conservaban en sus tripas munición incrustada. El propio Negrín le felicitó por aquella actuación, de la que mi tía Carmen siempre se acordaba con verdadero escalofrío.
Carlos dedicó a aquella escuela en 2008 un libro editado por la fundación que lleva el nombre del médico y político canario: El Doctor Juan Negrín y el Laboratorio de Fisiología de la Junta para Ampliación de Estudios (1916-1936). Para él fue el símbolo de la España que pudo ser y no fue, donde un socialista como Negrín y un tradicionalista como nuestro abuelo sumaron fuerzas para el mejoramiento científico y el progreso de la patria.
Como decía la cita que recogió al comienzo del libro, del exiliado José Puche, todos en aquel laboratorio, maestros y discípulos, aspiraron a construir «una Patria donde quepan los españoles todos, cabal, no adolorida, sin enconos… digna de las generaciones que pasaron y ejemplo para las que van surgiendo».
Mi hermano fue también, a su manera, continuador del espíritu de aquel laboratorio, anteponiendo el valor de las personas a las ideas políticas, con una mentalidad liberal digna de encomio. Siempre reivindicó la historia de aquel centro de investigación como una gran lección de amor a España, de amistad y de tolerancia, muy lejos del abismo de confrontación en que acabó despeñada la sociedad española, al que veía con preocupación que ahora nos querían dirigir de nuevo.
Pero más allá de la evocación nostálgica de aquel pasado, el trabajo diario de Carlos como médico fue una reivindicación constante del compromiso y el esfuerzo que a cada cual le toca cumplir en favor de todos, como ejemplarmente se está viendo estos días trágicos ante la catástrofe de las inundaciones en nuestro Levante. En sus últimos días vivió con auténtica consternación el sufrimiento de los afectados.
No quiero olvidar en estas líneas lo que mi hermano relataba de su trabajo en un centro de salud de Leganés, donde pasó consulta antes de incorporarse al departamento de investigación de una multinacional farmacéutica, donde se jubiló. Una tarde que salió de su consulta para llamar al siguiente paciente, oyó que una anciana que esperaba ante su puerta le decía a otra: «¡Este médico es muy bueno!». Lo contaba con tanta satisfacción que parecía que con esas palabras le hubieran dado el mismo premio que a Ramón y Cajal y que a Ochoa.
No tengo duda de que su primer mérito para lograr tan buena valoración de sus pacientes era saber escucharlos. Por eso le gustaba recordar la anécdota de Gregorio Marañón cuando un periodista le preguntó cuál era en su opinión el más importante avance médico. El médico y humanista respondió de forma muy escueta: la silla.
Para Carlos la silla era también el instrumento más importante de que debía disponer un doctor para sentarse junto a la cabecera de la cama del enfermo y escucharle. En su blog www.carlosdeiracheta.com, suma expresión de sus facetas científica y humanística, analizó con detalle dos series de fotografías que captaban las actitudes de Sir William Osler, un ejemplar médico norteamericano del siglo XIX, y de nuestro Gregorio Marañón, sentados en sus respectivas sillas ante sus pacientes.
Su conclusión de estos análisis, que partían también de su experiencia personal, era que ante la eficacia de las nuevas tecnologías diagnósticas y terapéuticas no debía desdeñarse la virtud sanadora que la propia persona del médico ejercía sobre el enfermo a través de «el poder de la palabra, de la mirada, de los gestos, de la postura corporal».
Tal era su convicción en este poder, y su añoranza de su ejercicio, que estando jubilado decidió incorporarse en los últimos tiempos a una sociedad médica para pasar consulta. Y estaba verdaderamente feliz de hacerlo.
Ahora la muerte que él venció tantas veces vino a decirle que para él la hora estaba ya cumplida, como al caballero del viejo romance castellano que cantaba su admirado Joaquín Díaz.
Pero no ha sido la muerte, sino la vida que tan plenamente le distinguió la que ha cumplido en él su último designio: darle con su adiós repentino el premio por una existencia luminosa y generosa, entregada al amor a su familia y dedicada al remedio del sufrimiento y la desesperanza de los demás con esos miles de años de aprendizaje y sabiduría ancestrales que, como bien dijo su hijo Carlos en su despedida, atesoraba.
Descanse en paz.
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