Opinión

‘Good bye’, ‘Pablenin’

Se acabó la farsa del partido más totalitario, con excepción de Bildu y la ralea nacionalista, que ha pisado el escenario político en España. Podemos, desde su creación y desarrollo, ha ejercido de sarpullido del sistema y pus virulenta contra la razón, ocupando espacios de incertidumbre a base de colocar eslóganes y vituperios que tomaron prestados del chavismo más irredento. Usaron para llegar a las plazas mediáticas el auge que, tras el 15M, la chavalería atizó como puerta de escape a la frustración creada por el bipartidismo. Una década después, el 15M se ha revelado como un timo sociológico, la excusa que montaron los pijoprogres de la izquierda perfumada para montarse un partido y jubilarse en el saqueo de lo ajeno. Sólo sobreviven en la misión los instigadores profesionales, funcionarios del rencor que soñaban con la revolución caviar mientras imponían doctrina complutense.

Recuerdo aquellas noches en las que coincidía con Pablo Iglesias en el backstage de La Sexta Noche, cuando aún su coleta no era usada para mofa y escarnio, sino de candidatura europea, y se consideraba un tertuliano acomodado en un discurso buenista y antisistema. Su verdadero rostro lo mostraba en esa sala donde hacía buen acopio del condumio que el programa facilitaba a los invitados. Presumía, ante el ejército de colaboradores que le acompañaban, que él pronto viviría así, con todo lujo de detalles, en cuanto los lumpen -que siempre ha despreciado- compraran sus incendiarios discursos y mensajes de choque, esos que cada fin de semana en la tele de Roures y entre semana en la plataforma friki que Irán le pagaba, soltaba entre muecas, espaldas encorvadas y bolis mordisqueados. Yo estuve allí para verlo y contarlo. Iglesias sabía que su bienestar personal pasaba inexorablemente por perpetuar el estado de miseria de sus votantes. Como bien cuenta el profesor Pardo en Estudios del malestar, el comunismo es ese significante vacío que ha sido llenado de romántico contenido por sus fieles simpatizantes. Pablo tuvo éxito hasta que se creyó Lenin en un país que no necesita levantar muros para cavar trincheras.

Tras tocar poltrona gracias a un sujeto hiperventilado por la mentira, Iglesias no supo reciclar su testosterona alfa y ocupó una vicepresidencia del Gobierno como si fuera un resort de lujo en la República Democrática Alemana. Enchufó a la madre de sus hijos a dirigir la política sexual de la ciudadanía, a su amigo de botellines y cajetillas a reciclar el consumo capitalista y a Echenique a dar por saco en las redes. Sucede que los españoles esperaban algo más de quien prometió asaltar los cielos y ha terminado soltando gruñidos de gorila encelado rogando limosna social en su tele de pago.

A Podemos nadie le dijo que el odio eterno no moviliza mayorías ni el insulto capitaliza adhesiones. Su programa ha sido siempre, desde que una narcodictadura decidió financiar su aventura política y Roures proteger sus intereses económicos, el arma con el que llenaban de veneno la convivencia social. No se les recordará por ninguna ley buena que haya mejorado la vida ciudadana ni contribuido a aumentar derechos y libertades. No vinieron a eso. Cuando Sánchez los necesitó, allí estaban como escudo de bilis contra el fascismo imaginario que su argumentario de pega alimentaba. Ahora que desde Moncloa articulan su relevo con una opción más manejable y menos ruidosa, quieren certificar el epitafio que los españoles encargaron el pasado 28M autoinvitándose a una fiesta que ya no cuenta con ellos. Con la sonrisa reciclada de Belarra, el ceño enrojecido de Irene y el piolet desempolvado de Monedero, arremeten a codazos para colarse en unas listas en las que nadie los quiere. Por pesados, odiosos y tóxicos. Su legado, en suma. Adiós, Iglesias. Good bye, Pablenin.