Opinión

El fuguista y la cacique

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

La repulsiva panoplia de episodios que han jalonado esta semana el Parlamento han disimulado otros, tildados como menores, que han hecho todavía más insoportable, desde el punto de vista popular, la vida de esta institución. Desde luego que las suburbiales intervenciones de las muchachas desatadas de Podemos el martes, y las cínicas de Sánchez y su cuadrilla de paniaguados el miércoles, son más importantes que estos dos sucesos que merecen comentario: el primero, la huida del presidente del Gobierno en la votación en la que se empezaba a corregir el bodrio de la ley del sólo sí es sí patrocinada por las feministas rabiosas Montero y Belarra. El segundo, la actuación, enésimo comportamiento intolerable de la presidenta del Congreso, la catalana Batet.

Empecemos por el primero: si este cronista hace caso -y se lo hago- a un periodista que habitualmente guarda relación con bastantes diputados socialistas, bastantes entre ellos que no conocieron de antemano el desaire parlamentario de su jefe, se desempeñan con una reacción, dicha, claro está, en privado y exigiendo off the record: «Nos ha dejado solos; tuvimos que aplaudir hace cinco meses una ley que sabíamos que era perversa y ahora nos obliga a aplaudir la contraria, y todo eso sin que haya tenido la gentileza de estar entre nosotros».

La verdad es que la fuga de este truhan no tiene precedentes en la historia del parlamentarismo español. El de ahora e incluso el de la República cuando cualquier anomalía era diaria. La pregunta que se ha hecho cualquier observador que no sea un estúpido o una caradura al servicio del autócrata de La Moncloa, es ésta: ¿Se negó Sánchez (también sus ministros y ministras) a votar la corrección por miedo al qué dirían sus socios de la extremísima izquierda feminicida? ¿Lo hizo porque él y la legión de asesores que le acompañan se convencieron de que la ausencia era más favorable que la presencia comprometida en la votación? O lo que es lo más probable: ¿Se quedó en su despacho porque sencillamente es un cobarde de tomo y lomo y no quiso aparecer a lomos de su odiada derecha?

Es curioso, un acontecimiento tan revolucionario como éste ha merecido escasa trascendencia en la mayoría de los medios y en las proclamas de la oposición. Francamente, confesión particular: cuando la página web del Congreso denunció que el jefe, todavía, del Ejecutivo, no se había pronunciado afirmativa o negativamente sobre la reforma de ese espanto que ha beneficiado a casi ochocientos delincuentes, este cronista pensó que el escándalo iba a ser de los que hacen época. Pero no: ha pasado escondido en pequeños sumarios del mínimo cuerpo tipográfico en casi todos los medios, y sin ocupar tampoco, más que tangencialmente, el interés de los partidos de la oposición. Es la cruel realidad de que conductas como las de Sánchez ya ni siquiera causan la menor indignación en los ambientes populares. Tremenda constancia.

Pero, ¿y el segundo incidente del que vamos a ocuparnos? Resulta que en el curso de los habituales rifirrafes que los miércoles mantienen el portavoz adjunto de Vox, Iván Espinosa de los Monteros, y la ministra de Hacienda, la pseudoLola Flores, María Jesús Montero, ésta propinó una acusación brutal a su interlocutor al que afeó no sé qué tipo de irregularidades -probablemente fiscales, que es su ámbito- en su casa. La imputación tuvo un enorme calado porque, por primera vez también que recuerde el cronista, un ministro saca las vergüenzas -si es que las hubiera- de un colega parlamentario y se las estampa en la cara para dejarle callado.

Pues bien, al caso: Espinosa se dio naturalmente por aludido y quiso por el clásico «alusiones» aclarar a la interfecta ministra la verdadera historia de su propiedad, y, ¿qué ocurrió? Pues que la prefecta de colegio antiguo, la catalana señora Batet, le negó el turno, colocándose así como madre auxiliadora de su compañera de partido. Caciquismo puro. Encima -eso no es novedad en ella- lo hizo con ese tonillo de maestra ciruela ofendida que es propio cuando trata con la oposición, y con el cual impide además que el vituperado pueda defenderse.

Realmente, un comportamiento parlamentario que sólo tiene cabida en los modos autócratas de la susodicha Batet. Ella, al parecer, va filtrando a sus íntimos que no desea repetir en el puesto que le regaló su mecenas Sánchez, pues bien: hay que hacer todo lo posible para que sus deseos se conviertan en realidad, que no vuelva a sentarse en la primogenitura del Parlamento y si se puede, que puede ser, no vuelva a hollar con su presencia las estancias del Congreso de los Diputados.

Sorprende que los dos episodios aquí relatados hayan tenido tan parco seguimiento. Eso da cuenta de la hibernación democrática que existe ahora mismo en un país que ya no se conmueve por conductas como las del fuguista y la cacique, porque, simplemente, mañana se producirán otras de igualdad o mayor gravedad que las acaecidas hoy. «¿Hasta dónde vamos a llegar?», le preguntaba esta semana un profesional de la medicina, reputado y sabio, a este cronista. La respuesta no puede ser más que ésta: hasta donde ustedes los toleren. El gran éxito de Sánchez consiste en haber convertido a la sociedad española en una tribu lanar que ha sustituido el «be, be, be…» de los corderos en un resignado e inválido: «¡Por Dios, por Dios», un lamento expresivo, pero que denota el sometimiento a la guarra ingeniería social que maneja este individuo.

Y es que, además de los dos episodios descritos, debe mencionarse la intervención barriobajera, soez de la diputada de Podemos, Muñoz de apellido, que llevó hasta el atril del Congreso, el lenguaje cutre, baboso de la peor de las tabernas más infectas. La intervención, salvo pequeñas admoniciones, tampoco ha sufrido una glosa negativa, se ha tomado sencillamente como la «extremosidad», en el argot de Ramón Tamames, de una muchacha que practica la grosería como su arma letal, la de las feministas rabiosas. ¡Qué desdichado país el que aguanta a esas tipejas sin estremecerse del todo!